Crónica de un Linaje Italiano en México: La Saga de los Salem Repetto

Por Ricardo Peltier San Pedro



Úrsula Salem Repetto

      Mientras mi bisabuela Úrsula tejía los hilos de su propia historia, en otro rincón del país las demás ramas del linaje Salem también florecían, siguiendo el curso imprevisible del tiempo.

      El destino tenía reservado un capítulo particular para Teresa Salem Repetto, hermana de mi bisabuela Úrsula. En 1906, su camino se unió al de Lorenzo del Paso y Troncoso Miguelena, y su unión se selló en el vibrante puerto de Tampico, por entonces una de las puertas más luminosas del progreso mexicano.

      Allí, entre el salitre y el bullicio de los barcos cargados de mercancías y esperanzas, nacieron sus tres hijos: Rosa María, en 1908; Lorenzo Vicente, en 1910; y María Teresa —a quien todos llamaban Tete—, en 1914. Sus infancias olían a mar y a promesa. Crecieron en una ciudad que se expandía al compás del comercio, del ferrocarril y del oro negro. Tampico era entonces un hervidero de modernidad: las locomotoras rugían, los muelles vibraban de acentos extranjeros —ingleses, estadounidenses, españoles—, y las chimeneas de las refinerías teñían el cielo con una bruma que olía a futuro.

      Era la época en que el petróleo transformaba el paisaje y el alma del Golfo de México. Las viejas costumbres convivían con los vientos de la modernidad porfiriana, y la ciudad —cosmopolita, inquieta, siempre en movimiento— parecía latir al ritmo de una nueva era.

      Las tías del Paso, Rosa María y Tete, quisieron mucho a mi madre. Fueron presencias constantes en nuestra vida, de esas que llegan sin anunciarse y llenan la casa de recuerdos y de risas suaves. Ya muy avanzadas en edad, solían venir en coche a visitarnos. Recuerdo que, cada vez que escuchábamos el claxon en la puerta, mi madre me pedía que saliera a estacionar el vehículo, pues la tía Rosa María tardaba más de media hora en hacerlo. A veces reíamos de buena gana con aquella escena repetida: la paciencia de mi madre y la obstinación tierna de mi tía al volante.

      Con el paso de los años, ambas se fueron apagando con discreción, como velas al final de una tarde. Cuando murieron, cada una dejó a mi madre sus modestos ahorros, fruto de toda una vida de prudencia y afecto. Ese gesto sencillo, íntimo, fue su última forma de compañía: una herencia no solo material, sino emocional, como si quisieran asegurarse de seguir cuidándola incluso después de partir.

     El único hijo varón de los Salem Repetto, Mariano, también ancló su vida en aquel puerto en efervescencia. En 1919, cuando el país comenzaba a sanar las heridas de la Revolución, se casó con Carolina Cárdenas. Juntos formaron un hogar donde resonaban las risas de sus cuatro hijos —Luciano (1921), Mariano (1924), Francisco José (1925) y Jesús (1928)—, entremezcladas con el silbido de las locomotoras y el retumbar de los buques petroleros. Tampico, ya entonces, no era solo un puerto: era el símbolo de la modernización, la promesa de un México que buscaba dejar atrás la guerra para abrazar el progreso.

      Pero antes de que Mariano y Carolina edificaran su vida, un capítulo silenciado se había escrito. Se sabe que Mariano tuvo una hija, María, fruto de una relación anterior. Su nueva esposa, sin embargo, no la aceptó en el hogar. Así, en 1916, la pequeña fue enviada como interna al Colegio Williams de la Ciudad de México. Tenía apenas ocho años. La distancia y el silencio marcaron su infancia. No regresó sino hasta cumplir los dieciséis, y apenas pudo hacerlo, se casó.

     Como dote, su padre le entregó un rancho en El Pacha, Veracruz, en un gesto que quizás buscaba redimir viejas culpas. Pero la felicidad fue efímera: su esposo, un hombre consumido por el alcohol, dilapidó el patrimonio familiar. A pesar de ello, María —la niña rechazada— demostró una fuerza inquebrantable. Tuvo cinco hijos y, tras enviudar, los sacó adelante sola, erigiéndose en el pilar de su propia familia. Quienes la conocieron decían que su parecido con su padre, Mariano, era asombroso: la misma mirada firme, el mismo orgullo silente.

      La vida de Mariano, sin embargo, nunca se detuvo. Impulsado por una inquietud casi nómada, se casó en segundas nupcias con Isabel, con quien tuvo a Norma y David. Más tarde, con su tercera esposa, Claudia Gómez González, el clan familiar volvió a crecer con la llegada de cinco hijos más: Alfredo, Antonio, Claudia, Francisco y Xóchitl. Con ellos, Mariano dejó atrás el Tampico de su juventud y emprendió un nuevo rumbo hacia el sureste del país, estableciéndose en las tierras cálidas de Coatzacoalcos y Villahermosa, donde la industria petrolera continuaba su expansión. Su vida, marcada por el movimiento y la reinvención, culminó en Morelia, Michoacán, donde finalmente halló la calma y se jubiló, cerrando el ciclo de un hombre que nunca dejó de buscar su lugar en el mundo. 
      Uno de los hijos de su primer matrimonio, Mariano Salem Cárdenas, heredó el espíritu trotamundos de su padre. En una de sus tantas correrías recaló en Costa Rica, donde conoció a Victorina Garrido Lezama, una joven adolescente de belleza serena y mirada decidida. La historia de Victorina era tan compleja como la suya: su padre, Pío V. Garrido Llaven, era primo hermano de Tomás Garrido Canabal, el célebre y controvertido gobernador de Tabasco que encabezó una de las campañas más radicales contra la Iglesia católica en la historia de México. Fiel al anticlericalismo del presidente Calles, Garrido Canabal fundó los Camisas Rojas, un grupo juvenil de inspiración socialista que actuaba con violencia contra los símbolos religiosos. 

      En 1934, los Camisas Rojas protagonizaron un enfrentamiento sangriento en la plaza de Coyoacán —donde murieron varias personas—, por lo que el presidente Lázaro Cárdenas se vio obligado, dada la presión política y social, a exiliarlo. “La Revolución no puede ser inquisidora”, declaraba entonces Excélsior, aludiendo a la necesidad de reconciliar al país después de los años de fanatismo. Tomás Garrido Canabal y sus parientes cercanos partieron en 1935 a Costa Rica, donde se establecieron en un exilio que habría de cambiar el curso de muchas vidas —entre ellas, la de Victorina.
Años más tarde, cuando la familia Garrido regresó a México, los caminos de Victorina y Mariano volvieron a cruzarse. El reencuentro, teñido de nostalgia y destino, los llevó al compromiso. En 1950, se casaron en la Ciudad de México, sellando la unión de dos estirpes forjadas entre la migración, la convicción y la resiliencia. De ese matrimonio nacieron Adriana, Carolina y Jorge, herederos de un linaje que supo entretejer la pasión política, el desarraigo y la perseverancia.

      Finalmente, Rosa Anastasia Salem Repetto unió su vida, el 18 de septiembre de 1918, a la de Alfredo Ramírez Corona, una figura reconocida en Tampico por su carácter y presencia. De ese matrimonio nació, dos años después, una hija única a la que llamaron ItaliaEl nombre no fue elegido al azar: evocaba la tierra de los abuelos —Luciano Salerno Buscaroña y Rosa Ángela Repetto— y conservaba la memoria de un país lejano que seguía vivo en las nostalgias familiares. Italia Rosa Ramírez Salem creció con un nombre que era a la vez herencia y destino: un puente entre el Viejo Mundo y un México que se abría con fuerza al porvenir.

      En 1926, cuando apenas tenía seis años, sus padres decidieron mudarse a Los Ángeles, California. Era una época en que muchas familias mexicanas buscaban horizontes más estables en el norte. Italia ingresó allí a la escuela, aprendiendo el inglés con naturalidad. Recibió clases de esgrima, equitación y danza: disciplinas que moldearon su porte elegante y su carácter disciplinado. Me gusta imaginarla en esos años, entre los parques soleados y los patios de recreo donde se mezclaban las risas de niños mexicanos y estadounidenses. En ese cruce de culturas nació su mirada cosmopolita, su facilidad para entender al otro, su vocación de puente.

      El aire de México, denso y familiar, acogió a la familia de nuevo a mediados de la década de 1930. Para Italia, la joven, el regreso fue un llamado doble: a la disciplina del Colegio Americano por las mañanas y, al caer la noche, a la venerable y severa Escuela Nacional Preparatoria, anclada en el histórico edificio de San Ildefonso. Aquellas aulas de cantera y ecos de siglos estaban casi vedadas para su género; solo tres mujeres desafiaban la costumbre. 

      Italia no cruzaba ese umbral sola. Su sombra protectora era Doña Rosa, su madre, una figura de presencia ineludible que la acompañaba celosamente hasta el mismo salón de clases. Su hijo, Sergio García Ramírez, evocaría más tarde con ternura esta singular estampa:

“Mi abuela entraba con ella. A veces, la pobre Doña Rosa cabeceaba, abrumada por la dialéctica de las lecciones de ética y lógica. El sueño se rompía de golpe cuando la voz enérgica del profesor García Máynez la interpelaba, exigiéndole recitar la clase. Italia, con el rubor de la vergüenza juvenil en las mejillas, tenía que aclarar entre las risas contenidas de sus condiscípulos que aquella dama durmiente no era una estudiante, sino su madre, su fiel y somnolienta vigilante.”

      Italia superó la preparatoria y, con una resolución de acero, se lanzó a la Escuela Nacional de Economía. Pero había otra pasión, un susurro que la llamaba desde las rotativas. Casi al mismo tiempo, sus palabras encontraron un hogar en las páginas de El Universal, uno de los diarios más influyentes del país. En aquella época donde el gremio periodístico tenía un rostro decididamente masculino, ella se abría camino a golpe de talento, forjando su vocación con la tinta y el rigor.

      Su vida se desplegó en dos grandes actos. El primero, marcado por la promesa de 1937, cuando se unió a Alberto García Balda Villarreal y con quien tuvo a sus dos primeros hijos, Sergio e Italia. Años después, el destino orquestó un segundo encuentro, un giro en el salón de baile de la Embajada de Cuba, durante un homenaje al presidente electo Carlos Prío Socarrás. Allí conoció a Miguel Moryta, un odontólogo madrileño, un hombre que llevaba consigo las cicatrices y la dignidad de haber sido un excombatiente republicano de la Guerra Civil Española. Con él, Italia halló una "segunda patria del alma" y agrandó su familia con tres hijos más: Yolanda, Alfredo y Michel.    

      Para mi madre, Catalina, la tía Italia no era solo un nombre en el árbol genealógico; era el espejo de una juventud compartida, un pacto sellado. Su relación se trenzó apretadamente, un vínculo que la vida se encargó de fortalecer, especialmente cuando el blanco del matrimonio y la dulzura de la maternidad tejieron nuevas hebras entre sus destinos. La historia familiar cuenta que en 1936, cuando mi madre se unió a mi padre, Rodolfo, Italia se mantuvo firme a su lado, tan esencial y resuelta como una dama de honor.

      Nuestra casa, se susurraba con una nostalgia agradable, parecía incompleta sin las pisadas frecuentes y la risa resonante de Italia. Los cumpleaños y las fiestas infantiles trascendían la división de familias; se celebraban como un solo clan indisociable, un eco constante de voces nuevas que prometían un futuro compartido. Sergio, su hijo, y mi hermano Rodolfo llegaron al mundo casi al mismo tiempo, como dos notas de un mismo acorde: el primero en 1938, el segundo un año después.

      Mi madre solía contarme —con esa sonrisa que solo evoca la memoria más tierna— una anécdota que pintaba a la perfección el ambiente de la casa en esos años. Italia nos visitaba con mucha frecuencia, y en el centro de esas reuniones, el pequeño Sergio, con apenas unos ocho años, hacía de la sala su escenario. De repente, con una desenvoltura asombrosa, se paraba en medio de la reunión familiar y, con la seriedad de un adulto, recitaba un poema completo o, de plano... ¡pronunciaba un discurso! Un pequeño orador precoz que, sin saberlo, ya estaba ensayando la voz que lo llevaría más lejos, mientras su tía y su madre se miraban, quizás intuyendo la magnitud del hombre que se formaba frente a ellas.

      Pero la vida tiene su propia cadencia, y con el paso de los años, su ritmo se hizo lento y sutil, actuando como un disolvente silencioso. Las visitas se espaciaron, las llamadas se hicieron escasas. El destino, con su labor paciente, deshilachó la frecuencia de aquellos encuentros, y la distancia se instaló sin mediar palabra.
Sin embargo, hay momentos en que el tiempo se quiebra. En 1998, cuando el aliento de mi madre Catalina se detuvo, el pasado, con toda su fuerza, pareció reclamar su lugar. La primera persona que cruzó el umbral sombrío de la funeraria, envuelta en una tristeza profunda y verdadera, fue la tía Italia. Era una aparición. Su presencia, cargada de historia, fue un testimonio silencioso de que los lazos del alma, por mucho que se estiren o se ignoren, nunca terminan de romperse del todo. Permanecen, latentes, esperando solo el momento justo para volverse a anudar.

      La tía Italia inicio su carrera de intérprete casi por accidente. En 1947, durante la Segunda Conferencia General de la UNESCO celebrada en la Ciudad de México, acudió como periodista. Pero al notar que no había intérpretes disponibles para el español, intervino espontáneamente entre un delegado mexicano y uno chino. “Go ahead, go ahead!”, le dijo el delegado oriental, y así —casi por accidente— comenzó una brillante carrera. Con el tiempo, Italia Ramírez Salem se consolidó como una de las intérpretes más destacadas del México, al servicio de diversos presidentes y organismos internacionales. Su labor fue reconocida con condecoraciones de alto rango, distinciones que rara vez se otorgaban a ciudadanos no extranjeros.

      En el Reino Unido recibió la Real Orden Victoriana, instituida por la reina Victoria en 1896 y otorgada directamente por el monarca británico como muestra de aprecio personal. Le fue impuesta por Su Majestad Isabel II, en reconocimiento a su servicio y contribución en actos oficiales de Estado.

     En Francia fue distinguida con la Orden Nacional del Mérito, en grado de Caballero, creada en 1963 por el general Charles de Gaulle para honrar a quienes se destacaran en el ámbito civil o militar. La distinción le fue otorgada por el presidente Valéry Giscard d’Estaing, como prueba del aprecio de la República Francesa a su labor en el ámbito diplomático.

      En Suecia fue honrada con la Real Orden de la Estrella Polar, institución caballeresca fundada en 1748 por el rey Federico I, destinada a reconocer los servicios excepcionales a la nación sueca y a sus relaciones internacionales. Le fue concedida por Su Majestad Carlos XVI Gustavo, rey de Suecia, como testimonio de respeto y gratitud hacia su desempeño profesional.

      Reconocimientos de esta envergadura, reservados para contadas personalidades, dieron testimonio de la disciplina, la capacidad y el prestigio que definieron su vida y su carrera. En los ámbitos político, tanto nacional como internacional, se la conoció como Italia Morayta, el nombre que adoptó tras su matrimonio con el doctor Miguel Morayta Ruiz y con el cual proyectó su identidad profesional y pública.

      Cuando pienso en ella, la imagino traduciendo no solo palabras, sino mundos enteros. Su vida fue un tránsito constante: de Tampico a Los Ángeles, del aula de San Ildefonso a los salones diplomáticos, de la crónica periodística al micrófono de la interpretación. Italia Ramírez Salem fue, sin proponérselo, una mujer adelantada a su tiempo. En su voz y en su nombre se cruzaban siglos, países y memorias familiares que aún resuenan, como un eco cálido, en las ramas más vivas de nuestra historia.

      La generación de Italia, Teresa, Mariano y Rosa nació en un México en plena transformación. El país intentaba rehacerse tras el cataclismo de la Revolución de 1910 y, a partir de 1929, comenzaba a afianzar un nuevo orden bajo el amparo del partido oficial. Cada nacimiento de ellos representó un acto de fe en medio de la incertidumbre, y cada vida se convirtió en un hilo esencial dentro de un tapiz más amplio: el de una familia que se negaba a olvidar su origen y el de una nación que, entre heridas y esperanzas, se atrevía a renacer.


Segunda Versión / Octubre 10 de 2025








Comentarios

  1. Muy interesante la crónica sobre los ancestros italianos

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  2. Interesantes datos familiares. Una corrección, Mariano y Carolina tuvieron 4 varones: Luciano, Mariano, Francisco y Jesús

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