Un pastel, una fiesta y un futuro Procurador
Por Ricardo Peltier San Pedro
Un mes después de las bodas de plata de mis abuelos, Eduardo y Kathleen, la calle Donato Guerra volvió a llenarse de música y sonrisas. Era el 1 de febrero de 1943 y esta vez la ocasión era más íntima, aunque no menos festiva: el quinto cumpleaños de Sergio García Ramírez. Su madre, Italia Ramírez Salem —prima hermana de mi abuelo Eduardo—, había reunido a la familia para celebrar. Mis padres, Fito y Cochita, junto con mis abuelos, Eduardo M. San Pedro Salem y Kathleen Bungey, estuvieron presentes en la fiesta, que tuvo lugar en la residencia de los abuelos paternos del festejado, don Alfredo Ramírez Corona y doña Rosa Salem Repetto, en el número 21 de la misma calle.
Don Alfredo, abogado originario de San Cristóbal de las Casas, había llegado a Tampico a principios del siglo XX. Allí cultivó una sólida amistad con Emilio Portes Gil, quien años más tarde sería gobernador provisional de Tamaulipas (1920-1922), gobernador constitucional (1925-1928) y, tras el asesinato de Álvaro Obregón, presidente provisional de México (1928-1930). Esa relación ilustra la red de vínculos que la familia había tejido en los más altos círculos políticos del país.
El periódico El Universal no dejó pasar el acontecimiento y reseñó la fiesta con gran detalle, capturando en sus páginas la calidez de aquella tarde y la alegría que envolvía a la familia.
Sergio cumplió 5 años
Para festejarlo, sus padres ofrecieron una fiesta infantil en su residencia de Donato Guerra
El 1 de febrero, Sergio García Ramírez, hijo de Alberto García Balda y de su esposa, Italia Ramírez Salem de Balda, cumplió cinco años. Para celebrar su aniversario, sus padres y abuelos, el licenciado Alfredo Ramírez Corona y Rosa Salem de Ramírez Corona, organizaron una fiesta infantil en su residencia, ubicada en el número 21 de la calle Donato Guerra.
La fiesta comenzó a las quince horas con la llegada de los amiguitos de Sergio. Los pequeños disfrutaron de horas alegres y divertidas. Se organizaron diversos juegos, y el de "pegar la cola al burro" fue uno de los más populares, causando un alboroto especial. Los primeros y segundos premios de este juego fueron para Ramón Baturini Morales y Huber Romero.
A las dieciocho horas, los niños pasaron al comedor para una merienda con apetitosas golosinas: chocolate, gelatinas con graciosas figurillas, sándwiches, bocadillos y refrescos. Al centro de la mesa, un hermoso pastel de cinco pisos, artísticamente decorado en blanco y rosa, confeccionado especialmente por la tía del agasajado, Catalina B. de San Pedro. Sergio apagó de un solo soplo las cinco velitas simbólicas, en medio de estrepitosos aplausos. Luego, el festejado partió la primera rebanada de pastel. Los niños pasaron a la sala, donde escucharon discos con maravillosos cuentos infantiles como Pinocho entre los salvajes, Las narices de Rompetacones, El viaje maravilloso y Tío Coyote. Los relatos entusiasmaban a los pequeños, quienes siempre pedían que se repitieran.
La reunión terminó a las veintiuna horas. Los niños, felices y rendidos de tanto jugar y alborotar, comenzaron a retirarse acompañados por sus familiares. Entre los pequeños invitados se encontraban: Italia García Ramírez, hermana del festejado; Rodolfo Peltier San Pedro, Catalina Peltier San Pedro, Ramón Baturini Morales, Carmen Huber Romero, Diana Martínez Zubiaga, Guillermo Aguilar de la Torre y Martita Huber.
La crónica de aquella fiesta, sin saberlo, capturaba los primeros pasos de un niño llamado a dejar una huella profunda en la historia de México. Tenía apenas cinco años, pero con el tiempo se convertiría en una de las figuras más respetadas y brillantes de la política nacional.
El camino de Sergio García Ramírez comenzó a definirse en 1966, cuando concluyó la licenciatura en Derecho en la UNAM. Ese mismo año, el gobernador del Estado de México le confió la dirección del Centro Penitenciario estatal, un proyecto pionero en materia de readaptación social. Fue apenas el inicio de un ascenso vertiginoso.
Durante el sexenio de Luis Echeverría (1970-1976), Sergio ocupó cargos clave: procurador general del Distrito Federal, subsecretario de Patrimonio Nacional y subsecretario de Gobernación, mientras supervisaba la temida cárcel de Lecumberri, conocida como el “Palacio Negro”. Más tarde, con José López Portillo (1976-1982), se desempeñó como subsecretario de Educación Pública, subsecretario de Industria Paraestatal y, finalmente, secretario del Trabajo y Previsión Social. Su trayectoria alcanzó la cima en el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988), cuando fue nombrado procurador general de la República.
Al final de ese sexenio, el PRI eligió a seis aspirantes a la candidatura presidencial, cada uno de ellos un peso pesado de la política mexicana. Mi tío Sergio era uno de ellos, y el otro, un rostro que se volvería omnipresente en la vida de México: Carlos Salinas de Gortari, aquel compañero con el que compartí las aulas de la Secundaria No. 3 “Héroes de Chapultepec”.
En sus memorias, "Del Alba al Crepúsculo", Sergio narra las horas previas al llamado “destape” con la precisión de un relojero y la introspección de un filósofo.
"Es interesante lo que puede ocurrir en la mente y luego en la conducta, de un hombre que enfrenta las circunstancias que yo viví el 4 de octubre de 1987", escribió.
En su hogar, la espera era un rumor que crecía hasta volverse una algarabía. Afuera, en las calles, los medios y los simpatizantes clamaban por una declaración. Unas voces le susurraban al oído: "Acepta. El partido ha decidido. Di que sí". Le urgían a salir, a tomar las pancartas y mantas de apoyo, a marchar a la sede del partido donde lo esperaban como el salvador.
Pero él, un hombre de leyes, sabía que el juego tenía sus reglas.
"Lo único cierto en esas horas del sábado y del domingo", continúa su relato, "era que yo no había recibido, hasta las diez y media de la mañana del segundo día, la llamada de alguna de las dos fuentes que me darían certeza en cualquier sentido: el Presidente de la República o el presidente del partido".
Mientras las noticias oficiales no llegaban, el rumor seguía siendo solo eso, aunque lo abrazaran como noticia formal los medios, los secretarios de Estado y los "dirigentes de opinión". Mi tío se negaba a ser un peón en un juego que no era el suyo, a precipitar un desenlace solo para que otros obtuvieran una ventaja.
En la sala de su biblioteca, donde un aroma a café y libros viejos se mezclaba con el nerviosismo, llegaron amigos a hacerle compañía. Sirvieron café y galletas, y no más. Se quedaron a la espera, al igual que él.
La espera culminó en un instante. El teléfono sonó. "Le llama el licenciado Jorge de la Vega". Era, ni más ni menos, que el presidente del Partido Revolucionario Institucional.
Sergio tomó el auricular en un teléfono donde pudiera conversar con discreción. "Te llamo", dijo la voz del otro lado, "para informarte que los sectores del partido han deliberado y resolvieron nominar a nuestro amigo Carlos Salinas de Gortari como candidato a la Presidencia de la República".
No hubo lamento ni enojo. La respuesta fue inmediata, un reflejo de su carácter:
"Felicidades, Jorge. Por favor, transmite a nuestro candidato mi felicitación y adhesión, a reserva de que yo mismo lo haga cuanto antes. Creo que es una excelente decisión y espero que sea para bien de México. Gracias por informarme".
La historia oficial se había escrito, no con un grito de triunfo, sino con la serena resignación de un hombre que siempre supo el valor de las formas. La narración se detiene, pero el eco de esa llamada sigue resonando.
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