Por Ricardo Peltier San Pedro
Úrsula Salem Repetto
La historia de los San Pedro es un mapa de migraciones y arraigos. Mi abuelo Eduardo, nacido en Tampico en 1890, fue testigo de primera mano de la época dorada del petróleo, cuando las fortunas se hacían y se perdían con la misma rapidez con que el combustible brotaba de la tierra.
Sin embargo, el origen de su apellido se remonta a siglos atrás. A mediados del siglo XVIII, sus ancestros españoles cruzaron el Atlántico para establecerse en la Villa de Pánuco, Veracruz. Allí nacieron sus tatarabuelos, Fernando San Pedro y Castillo (1795) y María Nicolasa Silva Salazar (1796). Ellos fueron la primera generación de hijos de españoles nacidos en la Nueva España. Aquella sociedad colonial era un entramado rígido de castas, con los peninsulares en la cúspide y la Iglesia católica tejiendo la densa trama social, política y cultural.
Fueron sus bisabuelos, Fernando San Pedro y Nicolasa Silva, quienes mantuvieron las raíces en Pánuco, al igual que sus abuelos, Eduardo San Pedro y Locadia López. Pero fue el padre de mi abuelo, otro Fernando San Pedro, quien en 1887 forjó un puente entre el pasado veracruzano y el futuro petrolero al casarse con Úrsula Salem Repetto.
Ella, Úrsula Salem Repetto, mi bisabuela paterna, nacida en Tampico en 1869, vio la luz en un México que, tras la derrota francesa y la caída del Imperio de Maximiliano, buscaba su propio ritmo y estabilidad. En esa época, Tampico ya despuntaba como un puerto de vital importancia.
Las raíces de Úrsula se hundían profundamente en la tierra italiana, tal como sus apellidos lo revelaban. Su padre, Luciano Salerno Buscaroña, vio la primera luz en Siracusa, Sicilia, en 1831. Aquella Italia era entonces un caldero de inestabilidad, inmersa en el Risorgimiento, ese ferviente movimiento nacionalista que anhelaba la unificación de la fragmentada península bajo una sola bandera. Las ideas liberales y patrióticas burbujeaban, empujando a muchos, ya fuera por necesidad económica o por el ardiente deseo de libertad, a buscar fortuna en otras latitudes, dando así forma a una de las grandes oleadas migratorias europeas del siglo XIX.
Don Luciano, capitán de barco y hombre forjado por el mar, poseía un espíritu perpetuamente inquieto. A mediados de la década de 1860, zarpó desde Génova a bordo de El Fortunato, una nave con la proa apuntando a Nueva York, el faro de libertad para tantos inmigrantes italianos.
Lo acompañaban su joven esposa, Rosa Ángela Repetto Garsola —originaria de Chiavari, Liguria, y nacida en 1843—, y Petra, la hija de un primer matrimonio de ella con Juan Baron y Mercadante. Tras una estancia en la vibrante ciudad estadounidense, la sed inagotable de aventura los llamó de nuevo. En 1867, don Luciano decidió probar suerte en el pujante puerto de Tampico, que ya despuntaba como un centro de oportunidades. Fue allí, finalmente, donde echaron anclas definitivas.
Fue en esta nueva tierra donde la familia creció y donde sus cuatro hijos —Úrsula (1869), Teresa (1874), Mariano (1881) y Rosa (1885)— nacieron. Sin embargo, un misterio familiar persiste: todos fueron registrados con el apellido Salem, un eco lejano del original Salerno. El cambio del apellido original se perpetuó en el tiempo; tal vez fue una simple simplificación fonética, un accidente del registro civil, o una decisión deliberada para fundirse más rápidamente en un nuevo mundo. Solo las olas del pasado conocen la verdad tras ese cambio.
Siete años después del nacimiento de Teresa, la segunda de las hijas, don Luciano Salerno Buscaroña y doña Rosa Ángela Repetto Garsola formalizaron su unión al casarse por lo civil el 11 de diciembre de 1880 a las 10 de la mañana en el puerto de Tampico. Él tenía 50 años de edad y ella 37. Los testigos fueron Domingo Hernández, originario de Rioverde; José Rodríguez, natural de España; Camilo Ortega, de Altamira; y Antonio González, de Tampico. En el acta del registro civil se ratifica el apellido de su hijo Mariano como Salem.
La historia de esta travesía familiar, desde el puerto europeo de Génova hasta el puerto mexicano de Tampico, fue relatada con afecto por Sergio García Ramírez, nieto de Rosa Salem Repetto, en sus memorias Del Alba al Crepúsculo:
"Luciano Salerno y Rosa Repetto se irían, pues, al Nuevo Mundo. Permanecieron un tiempo en los Estados Unidos, lugar de arribo para muchos italianos. Después, el viento inflamó las velas del marino y los condujo a México. Aquí fundaron su descendencia. Serían numerosos los hijos, los nietos, los bisnietos de don Luciano Salerno, que se apellidaría Salem en este continente, y de doña Rosa Repetto, su esposa, que adoptó el nuevo apellido. Sería la primera Rosa Salem en una provincia mexicana llamada Tamaulipas, de la que nunca supo en las lecturas elementales de Borsonasca. En esa familia primordial hubo cinco hijos: Petra, nacida en Italia, primera hija de la genovesa; Úrsula, Teresa, Mariano y Rosa. Estos cuatro nacieron en Tampico, un pequeño puerto sobre el Golfo de México. Puerto de carga y de pesca, sin mayores glorias antes del auge petrolero. Ahí murió don Luciano, después de una copiosa comida italiana. Rosa conservó la casa de la familia y llevó con ánimo firme la educación de sus hijos. Casaron uno a uno. Al cabo, quedó a su lado la más pequeña, Rosa como su madre, que sería mi abuela. Ella fue la segunda Rosa Salem."
Más adelante, Sergio cierra el relato sobre sus ancestros con una reflexión conmovedora, cargada de gratitud y reconocimiento:
"Doña Rosa Salem, una anciana en ese tiempo, podía morir tranquila: su hija menor, compañera de muchos años, que veló su sueño y la atendió con celo en sus enfermedades, había encontrado un buen marido mexicano. En efecto, Rosa y Alfredo permanecerían casados cincuenta años, en los que hubo congojas y alegrías, pero siempre salieron adelante. Una larga vida, con rigor y modestia. De ese matrimonio nació mi madre, a quien mis abuelos pusieron el nombre de Italia, en reconocimiento a la patria de sus ancestros."
En las páginas de sus Memorias, Sergio García Ramírez desentierra un secreto familiar, una historia que permaneció en silencio durante décadas hasta ser revelada por el azar más delicado. Mientras elaboraba su tesis de licenciatura en Derecho en la UNAM, Sergio frecuentaba la biblioteca personal de su maestro, don Alfonso Quiroz Cuarón. En aquella casa, con la quietud de los libros antiguos, convivían también dos tíos del afamado criminólogo: don Alfredo Cuarón y su esposa, doña Elisa Santiesteban. Alfredo era un hombre absorto en los misterios metapsíquicos; Elisa, de salud frágil y ojos azules, llevaba una existencia apacible.
Un día, movido por la curiosidad, Sergio se acercó a conversar con ella. Para su asombro, descubrió una conexión familiar inesperada y dolorosa: Elisa era su tía, hija de Petra, quien a su vez era hija del primer matrimonio de su abuela, doña Rosa Repetto Garsola.
Sergio García Ramírez, con la precisión de un cronista y la emoción de quien desentraña su propio pasado, relata el dramático descubrimiento con palabras que resuenan con el eco del pasado:
"Una vez hice conversación con aquella señora silenciosa, bella, de ojos azules. Quise vencer su retraimiento y mi timidez. Así me enteré de que ella, Elisa, era también mi tía, hija de una hermana de mi abuela Rosa. Su madre, Petra, fue hija del primer matrimonio de mi bisabuela. Se casó con un español, Santisteban, que le dio la peor vida. Este hombre violento maltrató a su esposa y a sus hijos con tal gravedad que ella resolvió separarse, amparada en el consejo y el auxilio de su joven hermano Mariano, descendiente fiel del antiguo marino de Sicilia y hombre de bien.
Santisteban se enteró del proyecto que albergaba su cuñado y lo amenazó con quitarle la vida. Una noche, resuelto a cumplir su amenaza, Santisteban siguió a Mariano a la salida de una fiesta en el Casino Tampiqueño. Lo alcanzó, lo golpeó y trató de estrangularlo. El muchacho no era un contendiente a la altura de su adversario, que podía convertirse en su asesino. A punto de desfallecer, Mariano sacó de entre sus ropas una pistola que había llevado consigo desde que recibió las amenazas de su cuñado y disparó sobre Santisteban.
El agresor cayó muerto y su familia quedó liberada. En el juicio consiguiente se probó, sin mayor problema, la legítima defensa. Mariano quedó en libertad, pero llevaba sobre su conciencia de hombre piadoso y honesto la sangre de Santisteban. Esto alteró y ennobleció su existencia. Dejó la vida alegre y juvenil que acostumbraba; se hizo espiritista; vivió con la mayor modestia en la colonia El Cascajal, de Tampico. Por su bondad lo quisieron cuantos lo conocían. En la familia era una especie de santón, confiable y venerado. Cuando alguien tenía problemas severos que no sabía cómo resolver, recurría al parecer del hombre al que todos conocíamos como mi tío Mariano."
En efecto, el español José Bernardo Santisteban Pérez, nacido en Santander en 1858, había unido su destino con Petra Barrón Repetto el 21 de septiembre de 1888 en Tampico. Su vida concluyó de forma trágica la noche del 8 de diciembre de 1909, a la edad de 51 años, en las afueras del Casino Tampiqueño, cuando Mariano, de apenas 18 años, se vio forzado a dispararle en defensa propia.
Este episodio, aunque profundamente personal y teñido de dolor, ofrece una ventana vívida a una época en la que las disputas podían escalar fatalmente y la justicia, en ocasiones, se buscaba por mano propia ante la ineficacia o lentitud de las instituciones. Es una historia que, a través de sus protagonistas, nos recuerda la complejidad inmensa de la vida y los lazos inquebrantables del destino que unen a una familia.
La Estirpe San Pedro Salem
Mis bisabuelos, Fernando San Pedro López y Úrsula Salem Repetto, vivieron en carne propia el estruendo del tránsito de una era. A finales del siglo XIX, el régimen del general Porfirio Díaz se erguía en el horizonte político como una roca tallada por la ambición, prometiendo el brillo superficial del progreso material a cambio de un ominoso estancamiento social y político.
Durante más de tres décadas, el país se transformó, aunque solo fuera en su epidermis. Las venas de acero de los ferrocarriles unieron regiones antes condenadas al aislamiento, el telégrafo susurró las comunicaciones y las inversiones extranjeras, cual fiebres de oro, modernizaron minas, haciendas y puertos. Sin embargo, aquel desarrollo era un espejo engañoso. Una minoría, blindada por el privilegio, acaparaba las riquezas, mientras que campesinos y obreros se consumían bajo condiciones de explotación que olían a salitre y sudor.
En Tampico, puerto donde Fernando y Úrsula decidieron echar anclas y raíces, la modernización se sintió con una intensidad casi febril. Aquel rincón del Golfo de México se convirtió en un nido dinámico, receptor constante del vapor extranjero y de las mercancías de ultramar. Allí se gestaba, en el ocaso del Porfiriato, un auge petrolero que cambiaría para siempre la geografía de sus destinos. La llegada de compañías foráneas trajo consigo una riqueza repentina, urbanización acelerada y una vida social vibrante. No obstante, también evidenció contrastes hirientes: el esplendor de las élites que brindaban con champán se alzaba frente a la precariedad de los trabajadores que extraían el "oro negro" con la fatiga de sus propias manos.
Aquella aparente paz, sin embargo, era tan frágil como el papel. Bajo la superficie, las tensiones crecieron como una marea silenciosa hasta que, en 1910, estallaron con el trueno de la Revolución, sacudiendo a la nación hasta sus cimientos más profundos. La familia San Pedro Salem vivió aquellos años de incertidumbre en medio de una ciudad marcada por la constante llegada de migrantes, el bullicio ensordecedor de los comercios y la amenaza palpable de la guerra que asomaba en el horizonte.
Fue en ese turbulento y prometedor amanecer del nuevo siglo donde los hijos de Fernando y Úrsula forjarían sus destinos, entre ellos Eduardo, mi abuelo. La vida de esta familia se entrelazó estrechamente con el destino de Tampico, un puerto que, gracias al petróleo, experimentaba una explosión de riqueza y modernidad, siendo, a la vez, el símbolo perfecto de prosperidad y de contradicción nacional.
Fernando y Úrsula habían unido sus destinos en 1887, justo cuando el ambicioso proyecto porfirista prometía su mayor esplendor. En Tampico, una ciudad que crecía a golpe de vapor y petróleo, construyeron su familia, una estirpe de seis hijos: Fernando (1888), Eduardo (1890), Amalia (1891), Concepción (1896), Roberto (1897) y Clara (1899).
Pero la historia, como el corazón humano, guarda siempre secretos. Años después, un susurro familiar rompió el silencio: la existencia de una media hermana, María, nacida en 1886 de una relación previa de Fernando con Flavia Jiménez. El matrimonio de María con Manuel S. Sánchez, celebrado discretamente en 1908, fue un capítulo esencial, aunque soterrado, en el gran entramado de la memoria familiar.
Cada uno de los hijos del matrimonio San Pedro Salem encarnó, a su manera, un eco de aquel tiempo turbulento.
Fernando (1888-1997): El Político
En la memoria de la familia, el nombre de Fernando resuena con la fuerza de un apellido y el peso de la política. El primogénito fue un hombre marcado por el servicio público, aunque su vida privada guardaba silencios cautelosos que solo se revelaron después de su muerte. Siempre soltero ante los ojos de la sociedad de Tampico, formó en realidad una familia discreta, protegida por las sombras de las convenciones más rígidas de su tiempo.
Uno de sus hijos me confesó, años más tarde, que lo acompañaba en secreto a la Quinta Úrsula, una finca campestre que él había bautizado en honor a la mujer que más veneró: su madre. Aquel lugar no era una simple propiedad; era un refugio cargado de recuerdos y promesas incumplidas, un santuario donde la memoria familiar latía con absoluta libertad.
Un cronista local lo retrató con una precisión que se sentía cercana:
"Don Fernando —escribió Roberto Guzmán Quintero en un libro auspiciado por el Consejo de la Crónica de Tampico— nació el 14 de febrero de 1888 en Tampico; el padre se llamó Fernando, de oficio comerciante; la madre Úrsula, de ascendencia italiana, lo dio a luz en la casa ubicada en la esquina de las calles Altamira y Salvador Díaz Mirón, justo frente a la Plaza de Armas. El alumbramiento en el hogar era la costumbre en aquellas épocas, dada la carencia de suficientes servicios hospitalarios y la confianza casi sagrada que se tenía en las parteras. Una tía que fue a conocer al recién nacido exclamó que parecía un durazno, pero lo dijo en inglés: peach. Y así se le quedó el mote, como se pronunciaba. Fue conocido como el 'Pich' San Pedro".
La esfera pública lo elevó a ser presidente municipal de Tampico en dos periodos distintos: 1946–1948 y, de manera asombrosa, de nuevo en 1972–1974. Eran años en que la ciudad vibraba al ritmo grasoso del petróleo y en que la política local se entrelazaba de forma vital con los hilos de los intereses nacionales. El México posrevolucionario consolidaba la hegemonía monolítica del PRI, y cada presidencia municipal era una pieza clave en aquel complejo engranaje de control y lealtades.
La cercanía de Fernando con Emilio Portes Gil, expresidente de México y figura central del país de entreguerras, lo colocó en un círculo de influencia que reflejaba la importancia estratégica de Tampico como puerto petrolero y comercial. Él no solo fue testigo; fue uno de los arquitectos del poder local durante casi medio siglo.
Eduardo (1890-1958): Las Luces de la Modernidad
Mi abuelo Eduardo, hermano del político Fernando ("el Pich"), eligió un destino más cercano al humo de la industria y la vida de hogar. Se casó con Kathleen Bungey Egan, la joven inglesa que había cruzado el Atlántico siendo apenas una niña, y con ella cimentó su familia en el bullicioso Tampico. Tuvieron dos hijas, Catalina (1917) —mi madre— y Alicia (1921).
Pero la vida, como tantas veces, guardaba un capítulo previo en la historia de Eduardo. De una unión anterior habían nacido Carlos y Emma, quienes con el tiempo encontraron, de manera singular, su lugar dentro del denso entramado familiar.
Carlos creció bajo la atenta guía del "Pich" y lo acompañó en sus empresas, involucrándose en el latido mecánico de la nueva era. Colaboró con él en De la Garza y San Pedro, S.A., la concesionaria de automóviles Studebaker e International Harvester, marcas que simbolizaban la modernidad rugiente de las primeras décadas del siglo XX. Trabajó también en los populares baños de vapor "Florida", en el sur de la ciudad, un espacio donde la vida social de los tampiqueños se entretejía entre el vaho caliente, los cafés, los clubes y los negocios de familia.
Emma, en cambio, tomó un camino más cosmopolita. Mi abuela Kathleen insistió, con la autoridad de su propia experiencia, en que su hijastra estudiara en la Ursuline Academy de Nueva Orleans, una institución de prestigio que abría las puertas a una formación bilingüe.
Ya adulta, Emma se integró al nervio de la comunicación moderna: la Compañía Telefónica Tamaulipeca. Trabajó como operadora bilingüe en los años en que la voz paciente de una persona era indispensable para enlazar dos puntos distantes. Emma no era un mecanismo; era el enlace humano que se interponía entre quien solicitaba una llamada y quien la contestaba, la arquitecta invisible de cada conexión.
Por eso, Emma se volvió conocida por su voz para mucha gente en Tampico: era la melodía amable y eficiente que conectaba hogares, comercios y oficinas en una ciudad que crecía al ritmo frenético del petróleo, los ferrocarriles y el tendido de los cables.
La red telefónica, crucial para la época, no era solo un lujo de vecinos. Las grandes compañías petroleras que operaban en el puerto —La Huasteca Petroleum, El Águila, La Corona, Standard Oil, la Transcontinental y la Mexican Sinclair— contaban con sus propios conmutadores privados que, cual afluentes, se interconectaban con la central de la Telefónica Tamaulipeca. Gracias a esta posición, Emma no solo enlazaba a familias; también conectaba a ingenieros, capataces y ejecutivos de un mundo empresarial que definía, minuto a minuto, la economía y el destino del puerto.
La vida de mi abuelo Eduardo se desarrolló en un periodo crucial en que México buscaba la estabilidad después de la violenta tormenta revolucionaria. En esos años, los mandatos de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles marcaron la política nacional con un ambicioso proyecto de reconstrucción.
En medio de esta marea política, en abril de 1929, Eduardo dio un paso hacia el centro del poder. Fue nombrado Tesorero de la Cámara de Diputados; una designación que no llegó por azar, sino a instancias directas del entonces presidente de México, Emilio Portes Gil, evidenciando los fuertes lazos que su familia había forjado con la élite del nuevo régimen. Precisamente desde ese mismo año, 1929, el recién fundado PNR (antecesor del PRI) comenzó a dar forma al régimen que dominaría, sin contrapesos, el resto del siglo XX.
Tampico, mientras tanto, era un hervidero de actividad cosmopolita, donde familias como la nuestra mezclaban la herencia local con una poderosa influencia extranjera, reflejo de un puerto siempre abierto al mundo y a sus negocios.
Amalia (1891-1979): El Puente de Texas
Amalia, una de las hijas de Fernando y Úrsula, se casó con el tejano George W. Clynes en 1912 en el puerto de Tampico. Esta unión representaba más que un matrimonio; era un vínculo tangible con la frontera norte, un flujo constante de personas, sueños y capitales que definía al Tampico petrolero.
La pareja tuvo seis hijos, cuyos nombres —Amalia Eliza, Rosa Lee, Jorge, Beryl Clara, Betty Lou y Robert Steward— revelan un mestizaje cultural que ya era un destino. Todos ellos nacieron entre 1914 y 1929, un lapso en el que la movilidad entre México y Estados Unidos se intensificaba dramáticamente. Mientras el país sufría el estruendo de la Revolución y la angustia de la Guerra Cristera, muchos buscaban la seguridad y las oportunidades que prometía el norte, más allá del Río Bravo. Amalia y George no solo se casaron, sino que encarnaron ese puente entre dos mundos que, a pesar de las fronteras políticas, se necesitaban mutuamente para respirar.
Para muchas familias de la élite y la clase media tampiqueña, casarse con ciudadanos o residentes estadounidenses fue una vía estratégica: un acceso a la seguridad, la movilidad social y las vastas redes de mercado en los Estados Unidos. La cercanía con Texas y la omnipresencia de las compañías petroleras americanas convirtieron a Tampico en un punto de intensa interacción comercial y cultural. Las familias binacionales aprovechaban sin pudor las oportunidades laborales y educativas a ambos lados del río. De hecho, los nombres anglosajones de los hijos de Amalia no eran una casualidad, sino un evidencia clara de una asimilación cultural y económica orientada a la fluidez transfronteriza.
Concepción (1896-1988): El Refugio y la Resiliencia
Concepción se casó en 1917, en plena efervescencia revolucionaria, con Miguel G. Ytuarte en San Antonio, Texas. Tuvieron dos hijas —María Conchita (1922) y Rosa Catalina (1928)—, ambas nacidas de regreso en Tampico.
El hecho de contraer matrimonio en territorio estadounidense y retornar después a Tampico es un patrón típico de las familias que, huyendo de la violencia o en busca de estabilidad momentánea, se vieron forzadas a moverse durante aquellos años convulsos. El año 1917 no fue solo la fecha de su boda; fue el año de la promulgación de la Constitución mexicana, la misma que recogió las demandas sociales de la Revolución. Sin embargo, en el terreno, muchas regiones vivieron una ola incesante de violencia y desplazamiento.
San Antonio, Laredo y otros enclaves texanos sirvieron de refugio temporal a miles de mexicanos que buscaban seguridad y oportunidades laborales. Casarse en los EE. UU. es un indicio poderoso tanto del desplazamiento temporal como de la fluidez transfronteriza que marcó la época.
El retorno de la pareja y su asentamiento posterior en Tampico son una muestra de la resiliencia inquebrantable de las redes familiares. Concepción y Miguel operaron dentro de una comunidad donde las mujeres, con su tesón, actuaron como nodos vitales de reconstrucción familiar: mantuvieron los lazos sociales, aseguraron la educación de sus hijas y conservaron la memoria comunitaria. El hecho de que sus hijas nacieran en Tampico es el testimonio final de la estabilización familiar lograda tras los años más duros de la convulsión nacional.
Roberto (1897-1927): El Eco de la Tragedia
La vida de Roberto es un sombrío recordatorio de que, incluso en los momentos de aparente prosperidad civil, la tragedia personal siempre acecha. En 1927, a los 28 años de edad, su existencia se vio truncada abruptamente por un disparo accidental mientras cazaba en las faldas arboladas del imponente Cerro del Bernal.
La fatalidad, lamentablemente común en las actividades recreativas que rozaban el peligro en la época, se registró oficialmente a las 16:45 horas del 14 de marzo de 1927. Su muerte sumió a la familia en un profundo luto, justo cuando México intentaba, con dolor, dejar atrás la violencia revolucionaria para adentrarse en la ansiada etapa de reconstrucción y paz. Roberto fue una vida silenciada demasiado pronto, un recordatorio de que la fragilidad de la existencia no distinguía entre guerra y descanso.
Clara (1899-1974): La Reina del Centenario
Clara, la benjamina de la familia San Pedro Salem, selló su destino matrimonial en 1929 al unirse con el potosino José Trinidad Ávila Irigoyen. De esa unión nació su hija, también llamada Clara, en 1932.
Pero antes de ser esposa y madre, Clara ya había conquistado el corazón de su ciudad. En 1923, su juventud radiante y su belleza fueron coronadas como la Reina de las Fiestas del Centenario de Tampico.
Aquel centenario fue mucho más que una simple celebración local: representó una declaración audaz, el deseo fervoroso de mostrar a México y al mundo una ciudad moderna, cosmopolita y rebosante de orgullo, luciendo sin reservas la prosperidad que el petróleo y el comercio habían traído a la región. El Álbum Centenario de Tampico 1823-1923 se encargó de inmortalizar aquellos días de esplendor, con retratos solemnes de políticos, familias influyentes y jóvenes como Clara, cuya figura elegante quedó grabada como el emblema vivo de una época en que Tampico vibraba con la promesa palpable de un futuro brillante.
El Álbum Centenario, concebido como un espejo para aquellas fastuosas celebraciones, es hoy un documento invaluable de la vida social y política del puerto. En sus páginas desfilan nombres que marcaron la historia: el licenciado Emilio Portes Gil, entonces un joven diputado por Tampico y futuro presidente de México; Concepción San Pedro Salem de Ytuarte, distinguida integrante de la asociación Hijas de Tampico; el licenciado Alfredo Ramírez Corona y su esposa, Rosa Salem Repetto; y Amalia San Pedro Salem de Clynes, retratada junto a tres de sus hijos. Entre todas esas escenas, resplandece la figura solemne del gobernador de Tamaulipas, César López de Lara, acompañado de Clara, la Reina de las Fiestas, en el majestuoso baile celebrado en los salones del Casino Tampiqueño la noche del 11 de abril de 1923. Clara fue, por un instante, la personificación de la ciudad de oro negro.
La magnitud de aquel festejo no podía ser negada, pues quedó subrayada con la presencia moral del presidente de la República. El general Álvaro Obregón, figura central de la reconstrucción posrevolucionaria, envió un mensaje oficial de felicitación el 7 de abril de 1923, que resonó en el puerto:
"Para la ciudad de Tampico en el primer centenario de su fundación, con mis votos muy sinceros por su prosperidad."
La década de los veinte consolidó el brillo grasoso de la prosperidad petrolera en Tampico. Los actos sociales —el elegante baile en el Casino Tampiqueño, los banquetes fastuosos, los álbumes llenos de retratos satinados— eran parte del circuito obligatorio de visibilidad para las familias influyentes. La coronación de Clara es, por tanto, un símbolo cristalino de la prosperidad urbana, patrocinada y sostenida por la bonanza del "oro negro".
En el devenir entrecruzado de los hermanos San Pedro Salem se refleja más que la vida de una sola familia; sus caminos fueron espejos de la nación: la política cautelosa de Fernando, las empresas y el progreso mecánico de Eduardo, el mestizaje cultural que cruzó fronteras con Amalia, el exilio y el regreso resiliente de Concepción, la tragedia prematura de Roberto y el brillo social que ostentó Clara.
Tampico, con el humo de su petróleo, el hierro de sus ferrocarriles y el hilo invisible de sus cables telefónicos, fue el escenario donde se cruzaron de manera inevitable las memorias familiares y los grandes procesos históricos: la Revolución, la modernización imparable, los vínculos constantes con el extranjero y la dura consolidación de un nuevo orden político.
Así, al contar la historia de mi abuelo Eduardo, al igual que la de sus hermanos, no solo se evoca un linaje; también se ilumina una época en que cada decisión personal estaba, con una fuerza ineludible, ligada al destino complejo de una nación que se esforzaba por renacer de sus cenizas.
Las Otras Ramas del Linaje Salem: Un Tapiz de Historias
Mientras mi bisabuela Úrsula tejía, hebra a hebra, el tapiz de su propio destino y el de sus hijos en aquel rincón petrolero, el resto del linaje Salem se desgranaba en otros puntos cardinales. Eran ramas vibrantes, cada una esforzándose por florecer bajo el sol implacable e imprevisible del tiempo y la geografía.
Teresa (1874-1949): El Estruendo del Puerto
El destino, caprichoso cronista de la vida, había reservado un escenario particular para Teresa Salem Repetto, nacida en 1874, apenas un lustro después de Úrsula. No era la calma parda del campo lo que la esperaba, sino el estruendo vibrante y prometedor del puerto.
En el año de 1906, Teresa ancló su vida a la de Lorenzo Del Paso y Troncoso Miguelena. Su unión se selló no bajo una cúpula solemne y silenciosa, sino en el vibrante y febril puerto de Tampico, un lugar que, por aquel entonces, era menos una ciudad y más una promesa de oro negro. Era, sin duda, una de las puertas más luminosas del progreso mexicano, abierta de par en par al vasto Golfo de México.
Allí, donde el aire olía intensamente a salitre, a carbón pulverizado y a especias exóticas recién descargadas, el matrimonio construyó un hogar. Sus tres hijos nacieron con el murmullo constante de las olas y el bullicio ensordecedor de los muelles como cuna: Rosa María, en 1908; Lorenzo Vicente, en 1910; y María Teresa, la pequeña, a quien el cariño familiar rebautizó dulcemente como Tete, en 1914.
Sus infancias no fueron silenciosas. Crecieron al compás acelerado de una ciudad en plena efervescencia. Tampico era un hervidero de modernidad: las locomotoras silbaban con aliento de dragón, los muelles vibraban con el multilingüismo áspero de comerciantes (ingleses, estadounidenses, españoles) y las chimeneas de las refinerías, como estatuas humeantes, teñían el cielo de una bruma densa que olía a petróleo crudo y a futuro inevitable. Era la época en que el "oro negro" no solo transformaba el paisaje, sino que inyectaba una nueva, febril alma al Golfo de México, obligando a las viejas costumbres a convivir con el rugido de la modernidad porfiriana.
Años después, la distancia se desdibujó. Las tías Del Paso, Rosa María y Tete, se convirtieron en presencias esencialesen la vida de mi familia. Eran de esas figuras que no necesitaban cita previa; simplemente llegaban y llenaban la casa con la suave cadencia del pasado y con risas que sonaban a papel de seda recién desenvuelto.
Recuerdo sus visitas cuando ya eran ancianas, siluetas menudas que llegaban en un coche grande y ruidoso, casi siempre de un color sobrio que contrastaba con su energía. El ritual era inmutable, una pequeña obra de teatro familiar. Apenas el claxon anunciaba su llegada impaciente frente a la puerta, mi madre me miraba con una sonrisa paciente y me pedía: "Anda, ve a estacionar el auto". La tarea, aunque simple, era imperativa, pues la tía Rosa María —la conductora oficial, firme en sus convicciones pero deliciosamente torpe al volante— tardaba una eternidad en lograr la maniobra perfecta.
Aquella escena se repetía, una y otra vez, como una comedia familiar de bajo volumen: la obstinación concentrada de la tía Rosa María al volante y la paciencia infinita de mi madre, apoyada en el umbral, observando la pequeña y constante prueba de afecto. Reíamos con aquel intercambio, un ritual que afirmaba la cercanía entre los años y los temperamentos.
Con el tiempo, las luces de ambas tías se fueron atenuando con la misma discreción con la que habían vivido, como velas que se consumen suavemente al caer la tarde. Cuando partieron, cada una dejó a mi madre sus modestos ahorros, la sobria cosecha de toda una vida de prudencia y trabajo. Fue un gesto sencillo, íntimo, que trascendía lo material. Era su última, silenciosa forma de compañía: una herencia no solo de moneda, sino de cuidado, como si quisieran asegurarse de que, incluso desde la distancia de la eternidad, su afecto seguiría protegiendo a la casa que siempre amaron.
Mariano (1881-1961): El Espejo de la Modernidad
Mariano Salem Repetto, el único vástago varón de su generación, nacido en 1881, también rindió su destino al rugido incesante y petrolero del puerto. Para 1919, el año en que el país, exhausto, comenzaba a vendar las heridas profundas de la Revolución, Mariano ancló su vida a la de Carolina Cárdenas Morales, una joven nacida en 1891 en el recodo tranquilo de Matehuala, San Luis Potosí.
Juntos edificaron un hogar en Tampico. Sus risas y las voces de sus cuatro hijos —Luciano (1921), Mariano (1924), Francisco José (1925) y Jesús (1928)— se entremezclaban a diario con el silbido agudo de las locomotoras y el grave retumbar de los buques petroleros que llegaban de ultramar. Tampico, en aquellos años, no era solo un mapa: era la encarnación palpitante de la modernización, la promesa humeante de un México que se empeñaba en dejar atrás la ceniza de la guerra para abrazar el mañana.
Pero la historia familiar, como todos los archivos, guardaba un capítulo escrito en la penumbra.
Antes de su matrimonio, Mariano había engendrado a una niña, María, fruto de una relación anterior. Al entrar Carolina en el hogar, el pasado se encontró con un muro. Su joven esposa, celosa de aquel eco, no aceptó a la pequeña.
A la edad de ocho años, en un acto que cortó la infancia como una hoja afilada, María fue enviada como interna al austero Colegio Williams. La distancia forzada se convirtió en su única compañía, y el silencio, en el idioma cotidiano de su soledad.
No regresó sino hasta que alcanzó la edad de dieciséis. Y apenas pudo respirar la libertad del exterior, se casó. Como una dote que pretendía ser una pálida enmienda, su padre le escrituró el 29 de mayo de 1936 un rancho cuya extensión abarcaba los municipios de San Nicolás Citlaltepec y Tantina, en el estado de Veracruz. Quizás era un intento tardío de redimir viejas culpas, de comprar un poco de paz a cambio de tierra fértil.
La felicidad, sin embargo, fue un huésped fugaz. Su esposo, un hombre de apellido Martínez, que se ahogaba en la tristeza del alcohol, disipó el patrimonio como si fuera arena fina. Pero la niña rechazada, aquella que había sido exiliada al colegio interno, había crecido con una fuerza inquebrantable. María tuvo cinco hijos y, tras enviudar, se erigió en el pilar indomable de su propia familia. Quienes la conocieron de cerca afirmaban que su parecido con su padre, Mariano, era más que físico: la misma mirada firme, el mismo orgullo silente que, en ella, se había forjado con el fuego purificador del desamparo.
El otro Mariano, el hijo, también trazó un camino notable. Mientras era un joven estudiante en la capital, se aventuró en un viaje de mochilero que lo llevó hasta Costa Rica. Fue allí donde el destino le presentó a Victorina Garrido Lezama, una muchacha de belleza serena y mirada decidida, nacida en 1927 en la región de los Pantanos, en Jonuta, Tabasco. Se casaron en la Ciudad de México en 1950; él con veintiséis años de edad, ella con veintitrés.
La historia de Victorina, sin embargo, era tan rica como turbulenta. Su padre, Pío V. Garrido Llaven, era nada menos que primo hermano de Tomás Garrido Canabal, el tristemente célebre y controvertido gobernador de Tabasco.
Garrido Canabal, ferviente anticlerical durante el Maximato, había encabezado una de las campañas más feroces contra la Iglesia católica en la historia de México, fundando los Camisas Rojas, un grupo juvenil de inspiración socialista cuya violencia iconoclasta actuaba como el brazo ejecutor de su ideología.
La serenidad de Victorina, proveniente de las aguas quietas de los pantanos, se unía así al linaje Salem, que ya había sido testigo del rugido del petróleo y ahora se anudaba al eco más radical y polémico de la historia política de México.
La furia anticlerical de los Camisas Rojas no tardó en toparse con el límite de la paciencia nacional. En 1934, el fanatismo estalló en un enfrentamiento sangriento en la plaza de Coyoacán, dejando varias vidas segadas. La presión política y el clamor social se hicieron insostenibles, obligando al presidente Lázaro Cárdenas a tomar una decisión tajante. "La Revolución no puede ser inquisidora", sentenció el periódico Excélsior, y esa frase encapsulaba la necesidad de un país exhausto de pasar página.
Así, en 1935, Tomás Garrido Canabal y sus parientes más cercanos, entre ellos el padre de Victorina, emprendieron el camino amargo del exilio hacia Costa Rica. Aquella partida no fue solo un cambio de residencia; fue un golpe de timón que reorientó el curso de muchas vidas, especialmente la de la joven Victorina, quien creció bajo el cielo distintoy la melancolía del trópico centroamericano.
Años después, cuando la familia Garrido regresó a México, los hilos del destino volvieron a tejerse en la capital. Los caminos de Victorina y Mariano se cruzaron de nuevo, teñidos esta vez por la nostalgia de la distancia y la certeza de un amor ya maduro. El reencuentro los llevó al compromiso y, en 1950, se casaron en la Ciudad de México, sellando la unión de dos estirpes forjadas entre la pasión política, el desarraigo y una profunda resiliencia. De ese matrimonio nacieron Adriana, Carolina y Jorge, herederos de un linaje que aprendió a entretejer el fuego de la convicción con la suave, pero firme, perseverancia.
Francisco José, el tercero de los vástagos de Don Mariano, era más que un joven estudiante de arquitectura; era un espíritu inquieto. Llevaba una inquietud que le bullía en las venas, el presagio de una vida que se negaría a la quietud.
Su primer puerto seguro, su ancla contra el oleaje de la juventud, se llamó María Isabel Pérez y Pérez. Ella era practicante de piano, una criatura dos años mayor, nacida en 1923 bajo el constante, casi eterno, cielo brumoso de Teziutlán, Puebla.
La formalidad de las actas y la frialdad de la ley los reunieron en el turbulento Distrito Federal, un 12 de diciembre de 1944. Él era casi un niño, con apenas 19 años. Ella, una joven de 21 que ya sabía conjurar melodías. De aquel compromiso temprano brotaron cuatro pequeñas luces destinadas a iluminar la casa: Carmen Aurora (1947), Guadalupe (1950), Luz Edith (1954) y la última, Gabriela (1955).
Sin embargo, la armonía no resistió. De forma tan helada como inesperada, una sombra se posó sobre aquel hogar. Fue la enfermedad, un mal breve e implacable, lo que apagó la luz de la pequeña Guadalupe apenas un año después de su nacimiento. El luto que cubrió a la joven pareja fue un dolor sordo y profundo; una pena que ni la cadencia consoladora de las notas del piano ni la disciplina austera de los trazos de diseño pudieron mitigar por completo. La música continuó, sí, pero siempre con una ausencia perceptible en el silencio.
A pesar de las heridas, la vida de Francisco José era un río caudaloso. Él era la encarnación del movimiento, un hombre cuya alma se alimentaba de una energía casi nómada. El destino le había enseñado que la vida era una travesía, y ante cualquier tempestad, él simplemente izaba nuevas velas.
Tras la disolución de su primer compromiso, su corazón halló de nuevo un puerto seguro en otra Isabel, la segunda mujer en llevar ese nombre en su historia. El hogar se llenó con la nueva vida que trajeron Norma y David, dos nuevos pilares para su creciente estirpe.
Pero el tapiz familiar de Francisco José estaba lejos de estar terminado. Años después, la fortuna (o el destino ineludible) lo llevó a Claudia Gómez González. Ella era una mujer con el carácter forjado de Huetamo, Michoacán, pero que había echado raíces temporales en el puerto de Coatzacoalcos, donde se cruzaron sus caminos y se selló su futuro.
De esa tercera y sólida unión nació una nueva oleada de vida. Llegaron la pequeña Claudia, luego Francisco (portador del nombre y del legado familiar), y por último, Xóchitl. Fue en 1973 cuando el llanto de Xóchitl resonó en la casa, marcando el final de la prole biológica, un punto vibrante y definitivo en la larga saga de nacimientos.
Sin embargo, el amor en ese hogar no se medía por lazos de sangre. El espíritu de Francisco José y Claudia era vasto, y la generosidad dictó un nuevo capítulo. Abrieron sus puertas y sus corazones a dos hijos más, Alfredo y Antonio, quienes fueron acogidos y adoptados como propios.
Con el peso dulce de una familia numerosa anclado a sus espaldas, la quietud del Tampico de su juventud era ya un recuerdo lejano. Francisco José, el viajero incansable, sabía que su camino estaba marcado por el mapa del país, no por la comodidad de un solo lugar. Su vida fue una constante reinvención, una danza perpetua de movimientos, cambios de residencia y nuevos horizontes.
Y así fue, hasta que, por fin, el reloj de la vida le indicó que era hora de atracar. Ocurrió en el año 2002 cuando halló su puerto final.
Eligió Morelia, Michoacán, como el lugar donde los caminos se detenían. Allí, en la serenidad de sus calles históricas y bajo un cielo más tranquilo, la calma se posó sobre el ciclo de un hombre que había dedicado décadas a la búsqueda, a la construcción y al movimiento. Francisco José, el hombre que nunca dejó de buscar su lugar en el vasto y complejo mapa de México, se permitió, al fin, el reposo.
Jesús, el más joven de los varones, no alcanzó a recorrer el ciclo completo de sus hermanos. Su destino se truncó de manera abrupta y violenta. A la edad de cincuenta y cuatro años, su vida fue apagada una noche oscura, a las once, en su propia casa de Tampico, un 8 de febrero de 1983.
Sus restos, testigos de un final trágico y silenciado, fueron depositados en la quietud del Panteón de La Trinidad(Lote 2388, Manzana 40), donde duerme en la misma tierra que acogió a su padre, Mariano, desde 1961. Allí, bajo la lápida, yace el eco final de una rama de la familia que un día resonó con el silbido agudo de las locomotoras de un puerto que lo prometía todo.
María Rosa Anastasia (1885-1972): El Viejo Mundo en el Nuevo País
Finalmente, la última rama del linaje, María Rosa Anastasia Salem Repetto, anudó su destino. El 18 de septiembre de 1918, un año turbulento en la historia del mundo, se unió a Alfredo Ramírez Corona, un hombre cuya reconocida presencia y carácter firme eran tan notables en Tampico como las chimeneas petroleras.
De esa unión, dos años después, nació una hija única, a la que bautizaron Italia. El nombre no era un capricho exótico. Era un eco deliberado, un homenaje a la tierra lejana de los abuelos —Luciano Salem Buscoroña y Rosa Ángela Repetto—, manteniendo viva la memoria del Vecchio Mondo en el nuevo país. Italia Rosa Ramírez Salem creció con un nombre que era a la vez un puente y una suave carga: una herencia tangible que unía el pasado lejano con un México que se abría, fuerte y vibrante, al porvenir.
En 1926, cuando la niña apenas tenía seis años, sus padres tomaron una decisión que resonaba en muchas familias de la época: buscar nuevos horizontes en el norte. Se mudaron a Los Ángeles, California. Italia se adaptó a la luz suave de los suburbios, aprendiendo el inglés con la naturalidad de quien respira sin esfuerzo. Sus días se llenaron con la disciplina del deporte y la gracia de las artes: esgrima, equitación y danza.
Estas prácticas moldearon su porte elegante y le infundieron un carácter metódico. Me la imagino, una niña de mirada despierta, en aquellos parques soleados, donde su risa se mezclaba con la de otros niños mexicanos y estadounidenses, forjando en ese cruce de culturas su mirada cosmopolita, su vocación innata de mediadora entre mundos.
A mediados de la década de 1930, el aire denso y familiar de México llamó a la familia de regreso. Para Italia, ahora una joven ávida de conocimiento, la Ciudad de México representó un llamado doble y exigente: la disciplina anglosajona del Colegio Americano por las mañanas y, al caer la noche, las venerables y severas aulas de la Escuela Nacional Preparatoria, anclada en el histórico edificio de San Ildefonso.
Aquel recinto de cantera, saturado de ecos de siglos de historia, estaba casi vedado para las mujeres; solo tres audaces, incluida Italia, desafiaban la costumbre. Y allí, en esa gesta educativa, la joven estaba siempre bajo la sombra protectora de Doña Rosa, su madre, una figura de presencia ineludible que la custodiaba celosamente hasta el mismo salón de clases.
Su hijo, el distinguido Sergio García Ramírez, evocaría más tarde con una sonrisa este singular cuadro. "Mi abuela entraba con ella," contaría. "A veces, la pobre Doña Rosa cabeceaba, abrumada por la densa dialéctica de las lecciones de ética y lógica." El sueño de la madre se rompía de golpe cuando la voz enérgica del profesor García Máynez la interpelaba, exigiéndole recitar la lección.
Italia, con el rubor de la vergüenza juvenil tiñéndole las mejillas, tenía que aclararle al maestro, entre las risas contenidas de sus condiscípulos, que aquella dama somnolienta no era una estudiante rezagada, sino su madre: su fiel, somnolienta y obstinada vigilante. La imagen de Rosa Anastasia, madre y centinela, se convirtió en una leyenda silenciosa, un símbolo del esfuerzo y el celo con el que aquella generación abría las puertas del conocimiento a sus hijas.
Italia no solo superó los rigores de la preparatoria; con una resolución que parecía de acero, se lanzó a la Escuela Nacional de Economía. Pero la mesa de estudio competía con otra pasión, un susurro persistente que la llamaba desde el fragor de las rotativas. Casi al mismo tiempo que dominaba las curvas de la oferta y la demanda, sus palabras encontraban un hogar en las páginas de El Universal, uno de los diarios más influyentes del país. En una época en que el gremio periodístico tenía un rostro decididamente masculino, ella se abrió camino a golpe de talento y rigor, forjando su vocación entre la tinta fresca, el olor a papel nuevo y la urgencia incesante de la noticia.
Su vida emocional se desplegó en dos grandes actos. El primero, marcado por la promesa de 1937, la unió a Alberto García Balda Villarreal, con quien alumbró a sus dos primeros hijos, Sergio e Italia.
Años después, el destino orquestó un giro de guion en el pulcro salón de baile de la Embajada de Cuba, durante un homenaje al presidente electo Carlos Prío Socarrás. Allí conoció a Miguel Morayta Ruiz, un odontólogo madrileño que no solo traía consigo un acento fuerte y resonante, sino la dignidad y las cicatrices de haber sido un excombatiente republicano de la Guerra Civil Española.
Con Miguel, Italia halló una "segunda patria del alma", un refugio atlántico, y amplió su clan con tres hijos más: Yolanda, Alfredo Raúl y Michel. Es fascinante pensar que Alfredo, convertido en un destacado médico pediatra, veló más tarde por la salud de mi hija Lillian y, posteriormente, por la de mis propios nietos, cerrando un círculo de cuidado y afecto que se extendió por generaciones.
Para mi madre, Catalina, la tía Italia era mucho más que un nombre en la genealogía; era el espejo de una juventud compartida, un pacto sellado en la efervescencia de los años treinta. Su relación se trenzó apretadamente, un vínculo que la vida se encargó de fortalecer, especialmente cuando el blanco del matrimonio y la dulzura de la maternidad tejieron nuevas hebras entre sus destinos.
La historia familiar susurra que, en 1936, cuando mi madre se unió a mi padre, Rodolfo, Italia se mantuvo firme a su lado, tan esencial y resuelta como una dama de honor, testigo y guardiana de aquel compromiso. Nuestra casa, se decía con una nostalgia dulce y recurrente, parecía incompleta sin las pisadas frecuentes y la risa resonante de Italia.
Los cumpleaños y las fiestas infantiles trascendían la división de apellidos; se celebraban como un solo clan indisociable, un eco constante de voces nuevas que prometían un futuro compartido. Sergio, el hijo de Italia, y mi hermano Rodolfo, llegaron al mundo casi al mismo tiempo, como dos notas de un mismo acorde y de un mismo destino: el primero en 1938, el segundo apenas un año después, anudando para siempre el afecto de dos mujeres cuyo vínculo se había vuelto tan esencial como la propia sangre.
Mi madre solía evocar aquellos años con esa sonrisa que solo la memoria más tierna puede pintar, una mueca que desvelaba la luz de las tardes compartidas. Italia nos visitaba con la frecuencia de una ley natural, y en el centro de aquellas reuniones familiares, el pequeño Sergio, de apenas ocho años, se erigía en protagonista. De pronto, con una desenvoltura asombrosa que no correspondía a su corta edad, se plantaba en medio de la sala. Con la seriedad de un adulto subiendo al estrado, recitaba un poema completo o, simplemente, ¡pronunciaba un discurso!
Era un orador precoz que, sin saberlo, ya estaba ensayando la poderosa voz que lo llevaría mucho más lejos. Su tía y su madre se miraban en silencio, con los ojos llenos de asombro y, quizás, una intuición secreta sobre la magnitud del hombre que se formaba frente a ellas, absorbiendo cada aplauso como un destino ya escrito.
Pero la vida, como una vieja sinfonía, tiene su propia cadencia. Y con el paso de los años, el ritmo se hizo lento y sutil, actuando como un disolvente silencioso sobre la costumbre. Las visitas se espaciaron con la distancia de las agendas y las urgencias. Las llamadas se hicieron esporádicas. El destino, con esa labor paciente que tiene para desanudar lo más firme, deshilachó la frecuencia de aquellos encuentros, y la distancia se instaló entre las casas sin necesidad de mediar una sola palabra áspera.
Sin embargo, hay momentos en que el tiempo se quiebra, y la verdad de los lazos más hondos emerge. En 1998, cuando el aliento de mi madre, Catalina, se detuvo para siempre, el pasado, con toda su fuerza intacta, pareció reclamar su lugar.
La primera persona que cruzó el umbral sombrío de la funeraria, envuelta en una tristeza profunda y verdadera, fue la tía Italia. Fue una aparición, una figura cargada de historia que se materializaba en el dolor. Su presencia, grave y consoladora, fue un testimonio silencioso de que los lazos del alma, por mucho que se estiren o se ignoren, nunca terminan de romperse del todo. Permanecen, latentes, como raíces bajo el cemento, esperando solo el momento justo de la verdad para volverse a anudar.
La brillante carrera de la tía Italia como intérprete comenzó casi por accidente. En 1947, durante la Segunda Conferencia General de la UNESCO celebrada en la Ciudad de México, ella acudió como periodista, observando el despliegue diplomático. Pero al notar la crítica ausencia de intérpretes para la lengua española, tomó una decisión audaz: intervino espontáneamente para mediar la conversación entre un delegado mexicano y uno chino.
El delegado oriental, sorprendido por su fluidez y precisión, solo pudo asentir y animarla con un lacónico pero decisivo: "Go ahead, go ahead!" Y así —casi por un acto reflejo, por un azar audaz— comenzó una de las carreras más brillantes en el oficio. Con el tiempo, Italia Ramírez Salem se consolidó como una de las intérpretes más destacadas de México, prestando su voz y su rigor intelectual al servicio de presidentes y organismos internacionales, una voz que traducía mundos. Su labor fue reconocida con condecoraciones de alto rango, distinciones que rara vez se otorgaban a ciudadanos no nacidos en las tierras que las otorgaban, prueba de que el talento no necesita pasaporte.
El talento de Italia no se limitó a los salones mexicanos; su rigor y su voz se convirtieron en un activo diplomático de talla mundial. Las grandes potencias la honraron:
En el Reino Unido, recibió la Real Orden Victoriana, una distinción instituida por la Reina Victoria en 1896 y otorgada directamente por el Monarca como una señal de aprecio estrictamente personal. Le fue impuesta por la propia Su Majestad Isabel II, en un acto que reconocía su servicio excepcional en los eventos oficiales de Estado.
En Francia, fue distinguida con la Orden Nacional del Mérito, en grado de Caballero, una institución creada por el General Charles de Gaulle en 1963 para honrar a los ciudadanos más destacados. La distinción le fue otorgada por el presidente Valéry Giscard d'Estaing, como prueba del aprecio profundo de la República Francesa a su meticulosa labor en el ámbito diplomático.
Y en Suecia, su nombre fue inscrito en la lista de la Real Orden de la Estrella Polar, una institución caballeresca que data de 1748. Le fue concedida por Su Majestad Carlos XVI Gustavo, Rey de Suecia, como testimonio de respeto y gratitud por su desempeño profesional al servicio de las relaciones internacionales.
Estos reconocimientos, de tal envergadura que están reservados para contadísimas personalidades, daban fe de la disciplina, la vasta capacidad y el prestigio que definieron su vida y su carrera. En el ámbito internacional, su identidad profesional y pública se proyectó bajo el nombre de Italia Morayta, el apellido que adoptó tras su segundo matrimonio, un nombre que ahora resonaba en los pasillos de la política global.
Cuando me detengo a pensar en ella, la imagino traduciendo no solo palabras sueltas, sino mundos enteros: ideologías, matices culturales y las sutilezas que construyen la paz. Su vida fue un tránsito constante y audaz: del puerto petrolero de Tampico a las luces de Los Ángeles, del austero silencio del aula de San Ildefonso a la vibración tensa de los salones diplomáticos, y de la crónica periodística al micrófono de la interpretación simultánea.
Italia Ramírez Salem fue, sin proponérselo abiertamente, una mujer adelantada a su tiempo. En su voz y en su nombre, se cruzaban siglos, países y memorias familiares que aún resuenan, como un eco cálido y persistente, en las ramas más vivas de nuestra historia.
La generación completa —Úrsula, Teresa, Mariano y María Rosa— nació en un México que se movía sin cesar bajo sus pies. El país intentaba rehacerse tras el cataclismo de la Revolución de 1910 y, a partir de 1929, comenzaba a afianzar un nuevo orden político bajo el paraguas del partido oficial. Cada uno de sus nacimientos fue un acto de fe desnuda en medio de la incertidumbre. Y cada una de sus vidas se convirtió en un hilo esencial y colorido dentro de un tapiz mucho más amplio: el de una familia que se negaba a olvidar su origen itálico y el de una nación que, aunque herida y llena de cicatrices, se atrevía, obstinadamente, a renacer.
Quinto borrador / Octubre 27 de 2025
Muy interesante la crónica sobre los ancestros italianos
ResponderBorrarInteresantes datos familiares. Una corrección, Mariano y Carolina tuvieron 4 varones: Luciano, Mariano, Francisco y Jesús
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