El día en que mi tío Sergio pudo ser Presidente de México

 Por Ricardo Peltier San Pedro



Sergio García Ramírez


El 4 de octubre de 1987 amaneció con la tensión propia de un país herido por la economía y que cuestionaba su propio régimen. La inflación, la deuda externa y la erosión del poder adquisitivo habían convertido el discurso oficial de “modernización” en una liturgia distante para millones de mexicanos. En ese clima, el ritual del “destape” del PRI no era un mero espectáculo: era el momento decisivo donde se dirimía qué versión de modernidad y autoridad continuaría gobernando México.


      El país arrastraba las secuelas de la debacle financiera de 1982. La nacionalización de la banca había marcado el inicio de una década de incertidumbre. La deuda externa, cercana a los cien mil millones de dólares, ahogaba las finanzas públicas; la inflación rozaba el 160 % anual, y los salarios reales habían perdido casi la mitad de su poder adquisitivo en menos de un sexenio. Era el llamado “sexenio perdido”. Mientras tanto, la sociedad mexicana comenzaba a cuestionar abiertamente el monopolio político del PRI, que desde 1929 había administrado la sucesión presidencial como un rito inquebrantable.


      Entre los nombres que circulaban estaba el de mi tío, Sergio García Ramírez —casualmente situado en la encrucijada de la técnica jurídica y la vida pública— junto a Manuel Bartlett, Alfredo del Mazo, Miguel González Avelar, Ramón Aguirre y Carlos Salinas de Gortari. La sola posibilidad de que Sergio figurara entre los “priistas distinguidos” activó en mi familia una mezcla de orgullo y de expectativas políticas. Pensé entonces que podía abrirse una rendija para una conducción menos tecnocrática y un tanto más atenta a las urgencias sociales.


      La mística del “tapado” había sido durante décadas un espectáculo cuidadosamente orquestado, símbolo de la disciplina autoritaria que garantizaba la continuidad del régimen. Sin embargo, en 1987, aquel mecanismo ya crujía: el PRI enfrentaba divisiones internas y una sociedad menos dispuesta a aceptar sin protesta la imposición vertical de un candidato. El humor popular lo resumía con un cinismo resignado: “Al Papa lo elige el colegio cardenalicio. Al secretario general del partido comunista soviético lo elige el Politburó. Al presidente de México lo elige el dedo de su antecesor”.


      En esas horas inciertas, México parecía abrir una rendija hacia otro destino posible. No era un mero asunto familiar. La eventual candidatura de Sergio podía representar un giro frente al avance tecnocrático encabezado por Salinas, un regreso a la tradición política con sensibilidad social en un momento en que el país clamaba por justicia y redistribución.


Un torbellino de rumores y un viaje al delirio


La mañana de aquel memorable domingo comenzó con un sobresalto. A las 7:08, sonó el teléfono de mi casa: era Carlos Velasco Oliva, compañero de la Facultad de Ciencias Políticas. Apenas contesté, me soltó, con la seguridad de quien transmite una noticia irrefutable, que el candidato era, ni más ni menos, que Sergio García Ramírez... ¡mi tío!


      Minutos después, a las 7:17, la voz de mi primo Chuy Moctezuma llegó desde Tampico con la misma versión.


      —¿Y tú qué sabes, primo? —me preguntó, incrédulo.


      —¡Nada! —respondí, todavía aturdido.


      A las 7:26, otro timbrazo confirmó la extraña atmósfera de aquella mañana. Un amigo, exaltado, me aseguró que incluso en el auditorio Plutarco Elías Calles del PRI se había comentado en la madrugada que el “tapado” no era Carlos Salinas de Gortari, como todos creían, sino Sergio García Ramírez. Me dijo que el secretario adjunto del CEN del PRI, Heriberto Galindo Quiñónez, había comentado que el “tapado” era Sergio, y no Salinas de Gortari, como la mayoría suponía.


     En mi fuero interno, la historia se sentía... correcta. Un par de días antes, el viernes 2 de octubre, durante mi rutina de trote en el Bosque de Tlalpan, después de dejar a mi hija Lillian en la escuela Montessori del Pedregal a las 8:30 de la mañana, había visto a Carlos Salinas de Gortari, el otro gran contendiente, y a Patricio Chirinos. Ambos bajaron de un Volkswagen Corsar gris sin escoltas, vestidos en pants y tenis, como simples ciudadanos. Mi razonamiento, entonces, fue simple y casi pueril: un hombre a punto de ser presidente no se pasearía tan desprotegido. La lógica política de la época lo prohibía. La conclusión, inevitablemente, era que el elegido debía ser mi tío Sergio. ¿Cómo imaginar a un "tapado" trotando como cualquier ciudadano?


      La sospecha adquirió tintes de verdad a temprana hora del domingo 4 de octubre cuando, a las 8:26, las principales radiodifusoras del país —Núcleo Radio Mil, Radio Red, Radio Fórmula y Grupo Acir— dieron a conocer un boletín de prensa de la oficina de Alfredo del Mazo González, Secretario de Energía, Minas e Industria Paraestatal. El comunicado decía lo siguiente: “El secretario de Energía, Minas e Industria Paraestatal, Alfredo del Mazo, expresó esta mañana una calurosa felicitación al doctor Sergio García Ramírez por su designación como precandidato del PRI a la Presidencia de la República”.


     A las 9:10 de la mañana, Alfredo del Mazo González le dijo a un reportero de Radio Mil o Radio Red —no recuerdo bien cuál— que lo esperaba afuera de su casa que se dirigía a la residencia de García Ramírez para felicitarlo personalmente. Al oír eso, el comentarista de Radio Red, José Gutiérrez Vivo, comentó al aire: “Bueno, ustedes escucharon: Alfredo del Mazo dijo que estaba complacido porque los tres sectores del partido se habían pronunciado por el mejor hombre, Sergio García Ramírez”.


      La declaración de Alfredo del Mazo, un prominente miembro del gabinete presidencial a quien el presidente de México, Miguel de la Madrid Hurtado, consideraba su hermano menor, despejó por completo mis pocas dudas. Mi estado mental escaló a un nivel superior: ¡el del delirio! Ahora era yo quien llamaba a mis amigos para decirles —¡más bien, presumirles!— que el próximo presidente de México —yo ya daba por concluido el proceso electoral— era ni más ni menos que mi tío Sergio.


      A las 9:30 de la mañana, las cadenas de televisión empezaron a transmitir anuncios que alertaban sobre un importante comunicado del PRI en cualquier momento, presumiblemente a las 10:00 horas. Como es comprensible, a partir de ese instante no me despegué ni un segundo de la pantalla.


      La metamorfosis de mi estado psicológico se intensificó aún más al escuchar por la radio que el secretario de Pesca, Pedro Ojeda Paullada, acababa de llegar a la casa de mi tío Sergio, al igual que el exgobernador de Hidalgo, Guillermo Rossell de la Lama. También se reportaba que había mucha gente afuera de su residencia, en San Jerónimo Lídice, con pancartas y mantas que decían:


      ¡¡¡SGR para Presidente!!!


      Debo decir que, a estas alturas de la mañana, ya había seleccionado en mi mente al equipo de economistas, con nombres y apellidos, que asesoraríamos al candidato del PRI, es decir, a mi tío Sergio, en la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo 1988-1994.


     A las 10:00 de la mañana, me asomé por la ventana de la sala, donde esperaba impaciente el anuncio del PRI, para checar —por tercera ocasión— si el señor del puesto de periódicos me había traído, como todos los domingos, un ejemplar de La Jornada, diario del que, por cierto, era accionista fundador. Al no verlo, pensé que tal vez la rotativa se había descompuesto o que la impresión se había pospuesto hasta que el director, Carlos Payán Velver, estuviera totalmente seguro del nombre del candidato.


      Si bien en las primeras horas del domingo mis amigos se habían comunicado conmigo para avisarme sobre los rumores, al rato empezaron a llamarme también... ¡los amigos de mis amigos, y luego los conocidos de los amigos de mis amigos! ¿Y para qué? Bueno, para expresar su sincera felicitación por mi buena fortuna y también para saber... ¡qué posibilidades había de que les consiguiera trabajo en el nuevo gobierno!


      Pasó una hora y media sin que la televisión transmitiera noticia alguna, un tiempo que me pareció eterno. De repente, exactamente a las 11:16 de la mañana, apareció en la pantalla el presidente del PRI, Jorge de la Vega Domínguez, para anunciar que los sectores obrero, campesino y popular habían acordado postular como candidato a la presidencia a... ¡Carlos Salinas de Gortari!


      ¡¡¡Qué!!!


      ¿Salinas?


      ¡No puede ser!


      Sentí una cubetada de agua helada. ¿Qué había pasado? No lo sabía. Horas antes había escuchado a Del Mazo felicitar a mi tío, la radio decía que había multitudes afuera de su casa, y hasta contingentes de juventudes priistas se presentaban para patentizar su apoyo.


      En plena confusión, a las 11.30 sonó el teléfono. Era Felipe Villanueva, excompañero de la secundaria No. 3 “Héroes de Chapultepec”.


      —¡Oye Ricardo! ¿Ya te enteraste de lo de Salinas? —dijo con la voz llena de sorna. 


     —¡Sí! —le respondí, más molesto que sorprendido. 


      —¿Qué se siente que el nuevo presidente sea nuestro compañero de secundaria? —preguntó. 


Me quedé en silencio, demasiado aturdido para articular una palabra.

 

      —¡Quién lo hubiera imaginado! —añadió, burlón—. Solo espero que Salinas no piense que nosotros éramos los que le hacíamos burla por chaparro y orejón, y que le dábamos coscorrones en el recreo.


      No pude reír. Había caído en un estado de aporía: el vacío de no escuchar el nombre que llevaba esperando desde las 7:08, el de mi tío Sergio, y no el de... ¡Salinas de Gortari!


La reflexión de un espejismo


Pasé el resto del domingo intentando entender qué había sucedido, sin éxito. Lo único que me quedó claro fue que el poder —o incluso la mera posibilidad de estar cerca de él— desquicia la mente de cualquiera. La metamorfosis que viví entre las 7:08 y las 11.16 de esa mañana es prueba fehaciente de ello. La sucesión fue también una experiencia íntima de ilusión y desengaño. En apenas unas horas pasé de imaginar al equipo técnico que acompañaría a mi tío en un Plan Nacional de Desarrollo con sensibilidad social, a sentir que esa posibilidad se desvanecía por completo. La prensa y los editoriales externos estaban ya trazando el mapa posible: un México modernizador, tecnocrático en sus métodos y conservador en sus redes de poder.


      La reflexión histórica ha vuelto una y otra vez sobre ese punto de inflexión. La sucesión de 1987 no solo colocó a Salinas en la palestra; fue parte del proceso que reordenó la política mexicana hacia acuerdos tripartitas, reformas estructurales y una redefinición del pacto social que, en años posteriores, mostraría tanto avances como profundas fracturas. El rumor de la mañana y el anuncio de la media jornada son, en ese sentido, un microcosmos de la tensión entre la voluntad de transformación técnica y las inercias del poder.


      Y queda la pregunta que, como toda hipótesis contrafactual, es a la vez personal e histórica: si el “destape” de aquel domingo hubiera refrendado otro nombre —si la voz pública hubiera señalado a Sergio García Ramírez—, ¿habría cambiado la arquitectura de prioridades del país? ¿Habría sido distinta la combinación entre modernización económica y respuesta social? En el entrecruce de esa duda está la trama de mi memoria: una biografía a contrapelo de un país que eligió, en ese momento, un determinado rumbo.


El tapado habla: La voz de la cordura


Años después, mi tío Sergio rompió el silencio en sus memorias, Del Alba al Crepúsculo. Su relato de aquel día fue la voz de la cordura en medio de la locura:


“Estaba en mi biblioteca, como solía, cuando inició la procesión de las llamadas y las solicitudes de confirmación sobre noticias que comenzaban a circular. Hablaron secretarios de Estado, gobernadores, dirigentes políticos y sociales, senadores, diputados, embajadores, periodistas y colegas universitarios. Tomé algunas llamadas, procedentes del Distrito Federal, de los estados, de otros países. Se estaba propalando que el PRI había llegado a una decisión sobre la candidatura presidencial, que se anunciaría el domingo 4 en sesión convocada para ese fin en la sede del partido, y que esa decisión me favorecía. Las felicitaciones llegaron en cascada.


      De nuevo reflexioné sobre lo que estaba sucediendo y lo que debía hacer, que no era, necesariamente, lo que muchos me sugerían, movidos por la ilusión o el entusiasmo. No sería yo quien rompiera las reglas y pretendiera forzar el destino a cualquier precio. A quienes me llamaron para confirmar la noticia o incluso felicitarme por mi postulación, respondí efusivamente; no acepté la existencia de noticias oficiales, que solo podrían provenir del partido, formalmente. Agradecí los elogios y los buenos deseos, que tomé como tales: buenos deseos. Y no más. A la medianoche dejé de contestar llamadas telefónicas. Dormí de un tirón, profundamente, hasta las primeras horas del domingo 4. Ya era imposible permanecer distante. Algunos amigos llegaban a mi casa.


      Es interesante lo que puede ocurrir en la mente, y luego en la conducta, de un hombre que enfrenta las circunstancias que yo viví el 4 de octubre de 1987. Sobra decir que surgen insinuaciones o invitaciones francas a tomar en serio las noticias, que para mí seguían siendo rumores, y declarar ante los medios, pendientes a las puertas de mi casa, que aceptaba la honrosa decisión de mi partido. Se me instaba, inclusive, a trasladarme en compañía de un creciente número de personas, portadoras de pancartas y mantas de apoyo, a la sede del partido, en la que ya se concentraban muchos correligionarios ávidos de ver a quien sería su abanderado para la sucesión presidencial.


      Lo único cierto en esas horas del sábado y el domingo, era que yo no había recibido, hasta las diez y media de la mañana del segundo día, la llamada de alguna de las dos fuentes que me darían certeza en cualquier sentido: el Presidente de la República o el presidente del partido. Mientras esto no ocurriera, el rumor seguía siendo un rumor, aunque lo acogieran como noticia formal los medios de comunicación, a partir de declaraciones de secretarios de Estado, dirigentes de opinión, fuentes “enteradas”, o bien, en el peor de los casos, provocadores de movimientos que pretendían obtener, con un paso precipitado, ventaja para sus propios intereses. Esto me convertiría en peón de un juego que no era el mío.


      Debo decir que no tuve entonces, ni tengo ahora, prueba alguna sobre el origen del rumor, el “borrego”, como se dice en nuestra jerga política. Obviamente, escuché rumores sobre los rumores, hasta afirmaciones enfáticas y señalamientos directos. Pero no me constaba ni me consta la fuente de las versiones que circularon ampliamente. ¿Funcionarios del partido? ¿Miembros del gobierno, engañados o engañosos? ¿Allegados a la casa presidencial? ¿Otros interesados de buena fe, o de alguna fe distinta? No lo supe ni lo sé. No lo indagué. Y no lo he indagado en los años transcurridos desde entonces, varias décadas. Confieso que no me interesa hacerlo.


      Lo que mejor recuerdo de esas horas fue mi propia determinación de mantener la serenidad a todo trance. Lo que en verdad importaba, finalmente, era el grave contenido de una decisión personal, su trascendencia para quien la adoptara y, sobre todo, su repercusión para quienes se hallan alrededor y para los que aguardan, dondequiera, una palabra de la que depende su propio comportamiento. Esta conciencia me dominó y condujo todo el tiempo. Una responsabilidad que aparecía y disponía con extrema frialdad, en una suerte de soledad impenetrable. Así fue en mi caso. No lastimaría a nadie; era responsable por mí y, sobre todo, por ellos. No sentí ansiedad, ni aprensión, ni codicia, ni duda. Debía esperar, y esperé.


      Mientras las noticias bajaban de donde debieran bajar, atendí a muchos amigos en la sala de mi biblioteca. Servimos café, galletas, y no más. No salí a la calle, pese a la insistencia de quienes hacían lo mismo que yo, aguardar una noticia para informar a los medios de comunicación o encaminar sus pasos en la inminente campaña presidencial. Finalmente recibí una llamada de las dos posibles, determinantes: 'Le llama el licenciado Jorge de la Vega'. Fui a un teléfono donde pudiera conversar con discreción. 'Te llamo —me dijo Jorge, palabras más o menos— para informarte que los sectores del partido han deliberado y resolvieron nominar a nuestro amigo Carlos Salinas de Gortari como candidato a la Presidencia de la República'.


      Respondí inmediatamente: 'Felicidades, Jorge. Por favor, transmite a nuestro candidato mi felicitación y adhesión, a reserva de que yo mismo lo haga cuanto antes. Creo que es una excelente decisión y espero que sea para bien de México. Gracias por informarme'. Regresé a mi biblioteca y comuniqué a quienes se hallaban ahí: 'El presidente del partido me informó que Carlos Salinas de Gortari es nuestro candidato. Le hice llegar mi felicitación y le reiteré mi simpatía'. Luego salí a la puerta de mi casa: 'Amigos, tengo una buena noticia. El licenciado Salinas es el candidato del PRI, y por lo tanto mi candidato. Debemos felicitarlo. Lo haré cuanto antes. Gracias, muchas gracias por la amistad que me mostraron. No lo olvidaré. Ustedes me han obsequiado uno de los mejores días de mi vida'."



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