Tampico, el Destino que Unió Dos Mundos

Por Ricardo Peltier San Pedro


Mi bisabuelo Charles Alfred Bungey Wilcox
su hija Kathleen Bungey Egan


      No todos los días un puñado de ingleses decide cambiar la bruma eterna de Liverpool por el sol inclemente de México. Pero así comenzó nuestra historia: una trama de raíces que se extienden y se hunden en dos mundos opuestos, un linaje forjado entre el rigor de la Inglaterra victoriana y el incandescente crisol del México porfirista.


     Mi abuela Kathleen era apenas un tallo tierno de cinco años cuando, en 1905, sus pies pisaron por primera vez la tierra veracruzana, sin sospechar que su destino, y el nuestro, ya estaba marcado. Era el 26 de octubre, fecha que la memoria familiar guarda como un presagio. En el puerto de Liverpool, la llovizna otoñal caía con esa persistencia gris que lame las viejas piedras. Mis bisabuelos, Charles Alfred Bungey Wilcox y Mary Louise Egan Tighe, la tomaron de la mano y la guiaron a la pasarela del vapor S.S. Darien, una nave de metal y carbón que les prometía un futuro al otro lado del Atlántico.


     Mientras el barco cortaba las aguas bravas del Atlántico, la familia viajaba también a través del tiempo. Cuatro semanas de travesía, escalas en Kingston y Colón, y, de pronto, ante sus ojos, el puerto de Veracruz. No era un sitio cualquiera, sino la misma puerta que siglos atrás había cruzado Hernán Cortés, donde la historia de dos mundos se fundió a sangre y fuego.


     Detrás quedaba la Inglaterra de Eduardo VII, el imperio donde el sol nunca se ponía: un reino de progreso industrial y rígidas jerarquías sociales. Alderbury, en Wiltshire —el pueblecito donde el apellido Bungey había echado raíces desde el siglo XVI—, quedaba ya como un eco lejano, recuerdo de robles milenarios y condes de Radnor. Charles, quinto hijo de Frederick Stephen Bungey y Sarah Ann Wilcox, había crecido en la apacible Minehead, un antiguo puerto medieval que se resistía a los cambios del siglo. Pero la llamada de la aventura, o quizá el peso de la tradición, lo empujaron a buscar un nuevo horizonte.


     El México que encontraron estaba en un punto de quiebre. El largo régimen de Porfirio Díaz había abierto las compuertas a la inversión extranjera, prometiendo orden y progreso; pero bajo esa fachada, una agitación subterránea crecía. Eran los estertores de un sistema que beneficiaba a unos pocos, mientras el clamor por justicia, tierra y libertad se hacía cada vez más audible. La Revolución, que estallaría apenas cinco años después, ya era un presagio gélido en el aire que la familia Bungey Egan aún no podía comprender.


     Un mes después abandonaron el histórico puerto de Veracruz para instalarse en Tampico, un puerto tamaulipeco que vivía su propia fiebre: no la de la Revolución, sino la fiebre negra del petróleo. Los pozos recién descubiertos habían insuflado vida febril a la ciudad, atrayendo hombres de todas partes del mundo. La familia Bungey Egan, sin saberlo, llegaba justo a tiempo para ser parte de esa historia.


     Así, la de mi familia no es solo la crónica de un hombre que cruzó el océano. Es también la de una generación de ingenieros y sus familias que, atraídos por la promesa del oro negro, ayudaron a construir un imperio industrial en medio de la agitación política y social. Es la historia de cómo una decisión personal se transformó en capítulo de la gran Revolución Mexicana, y de cómo el destino de una familia se entrelazó con el de un país en plena metamorfosis.




Los orígenes: la saga de los Bungey en Inglaterra


Nuestros orígenes se hunden en las profundidades de la historia inglesa, como las raíces de un árbol centenario. La saga familiar se remonta a Walter Bungey, nacido en 1520 en Alderbury, Wiltshire, Inglaterra. Su nacimiento tuvo lugar en pleno siglo XVI, un periodo de convulsión bajo el reinado de Enrique VIII. En esos años, Inglaterra se desgarró por el cisma religioso que culminaría con la Reforma Protestante y la disolución de los monasterios. Mientras el rey rompía con Roma, los Bungey echaban raíces en una tierra cuyo destino y religión se transformaban para siempre.


     Durante más de un siglo, un solo nombre unió a esta rama familiar: Walter. El primero tuvo un hijo, bautizado igual que él, nacido en 1555. Este, a su vez, tuvo un hijo en 1580, también llamado Walter. La sucesión de nombres continuó con el nacimiento de otro Walter en 1605 y, finalmente, uno más en 1630. Todos nacieron en la misma localidad, Alderbury, Wiltshire, como un testimonio de una tradición inquebrantable.


     La línea se quebró en 1672 con el nacimiento de Stephen Bungey, quien abrió un nuevo capítulo. En 1734 se casó con Ann Tuker en Saint Thomas, Salisbury, y de esa unión nació otro Stephen en 1741. Creció bajo el reinado de Jorge II, cuando el poder real empezaba a medirse con el Parlamento. Aunque su vida transcurrió en un microcosmos rural donde el arado marcaba el ritmo de los días, las ideas de la Ilustración se filtraban como rumor lejano. En 1765 contrajo matrimonio con Mary Musselwhite Adley en Alderbury, y tuvieron seis hijos.


     El menor, Charles Thomas Bungey Musselwhite, se casó en 1804 con Mary Barnes, el mismo año en que Napoleón Bonaparte se coronaba emperador. Tuvieron ocho hijos. El más joven, Thomas Bungey Barnes, se casó en 1833 con Ann Street, cuando Guillermo IV sancionaba la abolición de la esclavitud.


     De este matrimonio nació Frederick Stephen Bungey Street en 1838, en los albores de la era victoriana. En 1863 se casó con Sarah Ann Wilcox Brain, con quien tuvo seis hijos. Uno de ellos fue Charles Alfred Bungey Wilcox, quien en 1900 se unió en matrimonio con Mary Louise Egan Tighe.


    De esa unión, en el corazón industrial de Londres, nació Kathleen, mi abuela. Una rama que viajaría desde las brumas inglesas hasta las costas soleadas de México.




El llamado del oro negro y la sombra de Sir Weetman


La Inglaterra que mis bisabuelos dejaron atrás no era la misma que habían conocido sus padres. El nuevo siglo amanecía con el reinado de Eduardo VII, quien trajo un aire de modernidad tras la solemnidad victoriana. Londres, con sus trenes subterráneos, era el corazón de un imperio que latía al ritmo de las máquinas.


     Mis bisabuelos vivían en el 46 de Lower Kennington Street. Charles Alfred, hombre de oficios técnicos, compartía con su joven esposa Mary Louise la vida londinense, pero la ambición de la era eduardiana sembró en él la inquietud de buscar fortuna más allá del horizonte.


     ¿Qué impulsó a mis bisabuelos a emprender una travesía tan trascendental, dejando atrás la estabilidad —aunque quizá percibida como gris— de la Inglaterra eduardiana por un destino tan distante y envuelto en la bruma de lo desconocido? La respuesta, como un faro en la noche, apunta hacia la figura de un hombre clave: Sir Weetman D. Pearson. Este influyente empresario y parlamentario inglés, considerado por muchos uno de los hombres más acaudalados del orbe, había posado sus ojos en el horizonte prometedor y aún virgen del petróleo mexicano, una nueva y fascinante frontera de negocios que comenzaba a despuntar con los albores del siglo XX.


     En 1901, Pearson desplegó a sus exploradores en el istmo de Tehuantepec y en Tabasco, extendiendo luego la búsqueda hacia Veracruz y Tamaulipas. Los resultados iniciales, aunque modestos, sembraron la certeza de un futuro de inmenso potencial. Esta visión audaz culminó en 1909 con la fundación de la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila, S.A., una empresa que, junto a capital extranjero, contaba con la participación de figuras prominentes del régimen porfirista, como el coronel Porfirio Díaz Ortega, hijo del presidente de México; Guillermo de Landa y Escandón, gobernador del Distrito Federal; Enrique C. Creel, gobernador de Chihuahua; el abogado Pablo Macedo y otros influyentes miembros de los “Científicos”. La promesa del oro negro, ese líquido espeso y brillante que brotaba de la tierra, ejerció una poderosa atracción sobre hombres como mi bisabuelo, cuyas habilidades y conocimientos técnicos serían cruciales para el desarrollo de esta industria naciente.


     Cuando Sir Weetman D. Pearson pisó por primera vez suelo mexicano en 1889, su reputación como contratista internacional ya era tan sólida como el acero de su maquinaria. Su firma de ingeniería, S. Pearson & Son, Ltd., ostentaba en su haber la construcción de puertos que desafiaban la furia de las mareas, vastas obras hidráulicas que domesticaban ríos caudalosos y extensas líneas ferroviarias que comenzaban a coser el intrincado territorio de diversas naciones. El propio general Porfirio Díaz, el hombre fuerte que gobernaba México con mano firme, depositó su confianza en la visión de este inglés emprendedor y encomendó a su secretario de Hacienda, el astuto José Yves Limantour, la tarea de traerlo al país para hacerse cargo de las complejas obras de ingeniería del Gran Canal del Desagüe de la Ciudad de México (1889-1898). A esta obra magna le sucedieron la construcción de los puertos de Veracruz (1895-1902), Coatzacoalcos (1896-1909) y Salina Cruz (1899-1907), así como la del Ferrocarril Nacional de Tehuantepec (1896-1906), lo que dejó una huella imborrable en la infraestructura de la nación.


     Empresario de espíritu inquieto y ambición desmedida, Sir Weetman D. Pearson diversificó sus intereses en México y tejió una compleja red que abarcaba desde compañías mineras hasta empresas agrícolas, de energía eléctrica y de transportes. Pero fue, sin duda, el petróleo el negocio que eclipsó a todos los demás en rentabilidad. Para dar salida al crudo que comenzaba a manar con abundancia de la tierra mexicana, Pearson adquirió una flota impresionante de diecinueve buques tanque, cada uno con una capacidad asombrosa que oscilaba entre nueve mil y quince mil toneladas. Uno de ellos, bautizado con el nombre evocador de San Fraterno, con sus imponentes quince mil setecientas toneladas, era considerado en aquel entonces el más grande y moderno de su clase: un coloso de acero que surcaba los mares llevando consigo la promesa de una nueva era para México y para aquellos que, como mis bisabuelos, se aventuraron a cruzar el océano en busca de un porvenir al calor del oro negro.


     Y así, mientras la vida de la pequeña Kathleen, mi abuela, comenzaba en un país de contrastes, su destino ya estaba ligado al de ese líquido espeso y brillante que prometía fortunas y desataría tempestades. Los Bungey no solo cruzaban un océano, sino que saltaban a un nuevo siglo y a una nueva era, guiados por la ambición de un hombre y la promesa del oro negro.


Fragmento del próximo libro 
Mi abuelo Tamaulipeco y su Esposa Inglesa: De Liverpool a Tampico


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