Francis Peltier y los Primeros Pasos del Banco de México
Por Ricardo Peltier San Pedro
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Mi abuelo Francis Peltier y su oficina del Banco de México en Parral, Chihuahua, en 1928 |
Con la fundación del Banco de México en 1925, la mayoría del personal de la Comisión Monetaria, incluyendo a mi abuelo, se integró a la estructura del nuevo banco central. Imagino la trascendencia de ser parte de la creación de una institución que moldearía el destino financiero del país. El presidente de México, el general Plutarco Elías Calles, nombró a su amigo Manuel Mascareñas Navarro como el primer director general del Banco de México, quien asumió el cargo el 1 de septiembre de 1925. La solidez y el futuro prometedor del banco quedaron reflejados en sus primeros accionistas: instituciones financieras de renombre como el Banco de Londres y México y el Banco de Sonora, junto con empresas industriales emblemáticas como Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey.
Los primeros pasos del Banco de México se fraguaron en un espacio cargado de historia, aunque de carácter transitorio: la planta baja del imponente edificio matriz del Banco de Londres y México, en la esquina donde convergían las calles 16 de Septiembre y Bolívar. Allí, mi abuelo Francis, con la determinación que lo caracterizaba, comenzó su labor en esta nueva etapa, sintiendo quizás la energía de un país que buscaba cimentar su futuro. Pero la visión del banco crecía con una ambición palpable, y en 1927, la institución se trasladó a un edificio que se convertiría en su hogar definitivo, en la esquina de 5 de Mayo y Teatro Nacional. En estas nuevas oficinas, donde el bullicio de la capital resonaba con fuerza, mi abuelo dedicó casi un año de su vida profesional, imaginando tal vez el impacto que tendría aquella naciente institución en la economía nacional.
El año de 1928 trajo consigo un nuevo llamado del destino, una oportunidad que lo llevaría de nueva cuenta al norte del país, a tierras de vastos horizontes. Manuel Mascareñas Navarro, con la confianza depositada en su lealtad y capacidad, le encomendó una tarea de gran envergadura: viajar a Parral, en el estado de Chihuahua, para establecer una sucursal del banco en aquella comunidad minera, donde la historia se había forjado a golpe de pico y esperanza. Esta apertura representaba un paso audaz en la expansión del Banco de México, que ya contaba con veintiséis delegaciones diseminadas por todo el país, un esfuerzo consciente por insuflar vida a las economías regionales, abriendo las puertas del crédito como un bálsamo para el crecimiento.
Así, aquel año de cambios y nuevos comienzos, Parral se convirtió en el nuevo hogar de mi abuelo Francis, quien entonces contaba con sesenta y siete años y llevaba consigo la sabiduría de una vida dedicada al trabajo y la familia. Junto a él, su esposa María Adelaida, con su serenidad característica a los cincuenta y nueve años, y su joven hija Elena, cuyo espíritu florecía a los dieciocho, dejaban atrás la efervescencia de la capital por la tranquilidad provinciana. La sucursal bancaria donde mi abuelo dedicaría sus días se ubicó en una casona de dos niveles que se alzaba frente al zócalo de la ciudad, el corazón palpitante de la vida parralense, donde las conversaciones y los encuentros tejían la trama de la comunidad. La planta baja se transformó en el centro de operaciones del banco, mientras que el primer piso se convirtió en su nuevo hogar, un refugio familiar en medio del ajetreo.
Mi tía Elena evocaba con una sonrisa la liturgia de sus visitas a la oficina paterna. Para matar las horas lentas, sus dedos curiosos danzaban entre las relucientes monedas de oro que custodiaba una imponente caja fuerte. Un cofre de metal que, cerca del escritorio de su padre, grababa con orgullo las palabras: "Banco de México", símbolo tangible de la promesa y el poder que representaba aquella institución.
La vida en Parral transcurría con la cadencia suave de un pueblo minero acostumbrado al ritmo de los días y las noches marcadas por el sonar lejano de los barrenos. Pero la quietud provinciana se quebró de golpe, como un cristal ante un impacto inesperado. El cinco de marzo de 1929, la sombra ominosa de una rebelión militar se extendió sobre la ciudad. Un grupo de hombres armados, enarbolando la causa del general Gonzalo J. Escobar, irrumpió en Parral con la furia de una tormenta repentina. El estruendo de sus armas y sus gritos rasgaron el aire límpido de la mañana, sembrando el desconcierto entre los vecinos que apenas comenzaban su jornada.
La noticia corrió como reguero de pólvora: ¡el banco, el mismísimo Banco de México, había sido asaltado! Aquel cofre robusto, con la leyenda grabada que inspiraba confianza –"Banco de México"–, fue violentado. Los 60,865 pesos que custodiaba, fruto del esfuerzo y el ahorro de la comunidad, desaparecieron en manos de la insurrección.
Imagino el revuelo en el zócalo, las conversaciones interrumpidas, las miradas de incredulidad y temor cruzándose entre la gente. La rutina diaria hecha añicos por la irrupción de la violencia. Para mi abuelo Francis y su familia, instalados apenas unos meses atrás en la planta alta del banco, el sobresalto debió ser aún mayor. El lugar que habían comenzado a llamar hogar se convirtió, de repente, en el epicentro de la convulsión.
Mientras la polvareda de la revuelta se asentaba en Parral, otras ciudades del norte y del centro del país también caían bajo el control de los escobaristas. Veracruz, Torreón, Navojoa, Durango... la onda expansiva del levantamiento militar se propagaba con rapidez, dejando a su paso una estela de incertidumbre y zozobra. El asalto al banco en Parral no era un hecho aislado, sino un eslabón más en la cadena de despojo que buscaba financiar la rebelión.
Sin embargo, la sed de fondos de los escobaristas no se limitó a las arcas del Banco de México. En su afán por allegarse recursos, atacaron oficinas de correos, aduanas y taquillas de ferrocarriles, sembrando el caos a su paso. El informe que llegó al Consejo de Administración del Banco de México a finales de marzo era un recuento amargo: 1,817,925 pesos esfumados en manos de la rebelión. Monterrey y Durango encabezaban la lista de pérdidas, con 771,827 y 301,173 pesos respectivamente. Navojoa lamentaba la sustracción de 86,404; Nogales, 79,339; Parral, 60,685; y Chihuahua, 55,000.
En medio del torbellino, sin embargo, hubo atisbos de resistencia. En varias sucursales, empleados valientes lograron poner a salvo sumas considerables, alcanzando un total de 723,741 pesos entre el 4 y el 15 de marzo. En Parral, bajo la gerencia de mi abuelo Francis, solo se pudieron rescatar cinco mil pesos. La fortuna quiso que parte de ese botín fuera descubierto cuando un incauto intentó canjear los billetes en una institución estadounidense en El Paso, Texas. Tras los trámites legales, la cifra recuperada se redujo a 4,245 pesos, mermada por los honorarios del abogado.
La asonada escobarista, sin embargo, tuvo un final abrupto. El gobierno de Emilio Portes Gil contó con el respaldo de Estados Unidos, y la población civil no ofreció su apoyo a la rebelión. El Banco de México no fue la única víctima; el país entero pagó un alto precio por aquel intento de golpe. La campaña de pacificación demandó del gobierno federal 13,839,608 pesos, y la destrucción de infraestructura y los saqueos sumaron 25 millones más. Pero la herida más profunda fue la pérdida de casi dos mil vidas, un trágico saldo de la ambición y la violencia.
Hasta el año de 1932, mi abuelo Francis se erigió como una figura respetada y visible en la vida de la sucursal del Banco de México en Parral. Su presencia imponente y su palabra firme generaban confianza en la comunidad. Sin embargo, aquel año trajo consigo un vuelco inesperado en su bien establecida trayectoria profesional. De repente, la labor a la que había entregado su tiempo y su energía llegó a un abrupto final, dejando tras de sí una sensación de vacío e incertidumbre.
En diciembre de 1931, los directivos principales del banco, reunidos en la lejana capital del país y liderados por Manuel Mascareñas Navarro, tomaron una decisión trascendental: el cierre de las sucursales de Parral, Saltillo y Cuernavaca, una medida que resonó como un eco distante en los tranquilos días parralenses. La razón detrás de esta determinación radicaba en una transformación profunda de la institución, que dejaría de lado su rol como prestamista para concentrarse exclusivamente en la emisión de moneda, una estrategia que, aunque lógica desde la perspectiva central, despojaba a las sucursales de su esencia como pilares del desarrollo de las economías regionales del país.
Para añadir una capa más de complejidad a la situación, como un presagio de los tiempos cambiantes, en mayo de 1932, Manuel Mascareñas Navarro presentó su renuncia sin previo aviso, dejando tras de sí interrogantes y especulaciones. Su sucesor, Agustín Rodríguez Cotera, continuó con la política de austeridad, acordando con los demás directivos la clausura de diecisiete de las veintitrés sucursales restantes. Solo seis mantendrían su funcionamiento, destinadas a la tarea del control monetario, relegando a Parral y a mi abuelo a un nuevo capítulo. La oficina donde había florecido su labor, junto con las de Chihuahua y Ciudad Juárez, fueron adquiridas por el Banco Mercantil de Chihuahua, una absorción que se concretó gracias a la visión pragmática del empresario local Jesús Vallina, quien supo ver una oportunidad en la reestructuración del banco central.
La vida de mi abuelo Francis dio un giro inesperado con el cierre de la sucursal de Parral. Aunque su carrera en el Banco de México había llegado a su fin, su legado como parte de la historia financiera de México permanecía intacto. Su dedicación, su ética de trabajo y su contribución al desarrollo del país dejaron una huella imborrable en la historia de la banca mexicana.
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