Mi Tío Tomás, Octavio Paz y la Europa Devastada
Por Ricardo Peltier San Pedro
Tomás Córdoba Sandoval
La historia de nuestra familia está tejida con hilos de guerra, amor y secretos. Pocas personas la encarnan tan profundamente como mi tío Tomás Córdoba Sandoval. En julio de 1945, cuando las cenizas de la Segunda Guerra Mundial aún cubrían Europa, mi tío, un joven médico, voló de la Ciudad de México a Alemania, vía Nueva York. No buscaba glorias; iba como médico voluntario, listo para sumergirse en el abismo de la reconstrucción de una Alemania devastada.
La Administración de las Naciones Unidas para el Auxilio y la Rehabilitación (UNRRA), una organización nacida en 1943, se topó con un reto monumental: atender a miles de almas desplazadas, fantasmas famélicos en una Europa desolada. Más de 6 millones de personas subsistían sin comida, sin un techo y, lo más preocupante, sin protección contra las múltiples epidemias que cobraban más vidas que las propias batallas. La UNRRA reemplazó los servicios sanitarios colapsados por la guerra y, junto con la Cruz Roja y la Media Luna Roja, instaló más de 700 campos de refugiados en Europa occidental para proporcionar alimentos y asistencia médica, un testimonio de la voluntad humana de reconstruir sobre las ruinas.
Días antes de embarcarse en aquel viaje transformador, mi tío Tomás se casó con Paraskiwa Iledz Barsair, una mujer polaca nacida en Rumanía, que a sus 35 años unía su destino al de él, de 32. Trágicamente, los padres de Paraskiwa, Wlalisdan Adam y Katarina, se habían sumado a los 47 millones de civiles que la guerra había devorado, una cifra escalofriante dentro de los 66 millones de vidas que se perdieron en aquel conflicto global.
Cuando mi tío Tomás aceptó participar en el plan de reconstrucción de la Europa devastada, su mente dibujaba escenarios distintos a los que la realidad le estampó en la cara. Al llegar a Alemania a mediados de 1945, al país que Adolfo Hitler había soñado con dominar el mundo, se encontró con una nación hecha pedazos. Los ejércitos aliados –Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Soviética– habían bombardeado ciudad tras ciudad, y al pisar Berlín en julio de 1945, mi tío se enfrentó a un panorama de desolación y miseria que le encogió el alma.
Las calles de la capital estaban llenas de decenas de miles de niños huérfanos y desnutridos. Veintiún millones de alemanes habían perdido sus hogares, y las epidemias de tifus, difteria y disentería comenzaban a cobrar más vidas que las propias balas. En aquel verano de 1945, tan solo en Berlín, más de 50,000 niños perdidos sobrevivían sin sus padres, viviendo en sótanos y alcantarillas. Algunos vagaban sin rumbo, como pequeños autómatas, de un centro de acogida a otro, hasta que la muerte los alcanzaba. Sus rostros famélicos, desaliñados, con miradas huidizas y tristes, eran el espejo más crudo del horror de la guerra.
Los dieciséis meses que mi tío Tomás pasó en Alemania fueron una travesía por el infierno. Codo a codo con las fuerzas aliadas, trabajó sin descanso, día y noche, enfrentando realidades tan inenarrables que lo marcaron para el resto de su vida. El impacto fue tan profundo que, al regresar a México, nunca pronunció una palabra sobre lo vivido, salvo quizás a Tomás Ennis Grandisson, su amigo de toda la vida. La magnitud de esa tragedia humana es, en verdad, incomprensible para quien no la vivió en carne propia.
¿Cómo pudo mi tío Tomás soportar tan terrible realidad, mantener la cordura en aquel paisaje de desolación? La respuesta, un secreto celosamente guardado durante décadas, era una joven alemana: Margot Bruchtman. De ella se enamoró perdidamente, y fue aquel amor inesperado lo que lo mantuvo en pie durante esos meses de horror.
La verdad de esa pasión oculta no salió a la luz hasta muchos años después, hasta su muerte. Antes de partir de este mundo, mi tío Tomás le entregó a su hermana Chayo una caja de madera, repleta de documentos, cartas y fotografías, un cofre de memorias que había atesorado toda su existencia. Tras su fallecimiento en Ciudad Mante, Tamaulipas, en julio de 1997, la caja pasó a manos de su sobrina Alicia, una de las hijas de mi tío. Con ella, ¡oh, sorpresa!, surgieron varias revelaciones póstumas que reescribirían parte de nuestra historia familiar.
Entre los papeles y documentos, apareció una postal con la fotografía de una joven de belleza cautivadora. La postal, fechada el 23 de abril de 1946, llevaba una dedicatoria que mi tío atesoró hasta su último aliento, escrita primero en alemán: "Für die erste große Liebe meines Lebens – Tomás", y luego traducida al español: “Para Tomás mi primer gran amor”. Por supuesto, la firma era de Margot.
Pero el hallazgo más impactante aún estaba por venir. Al seguir explorando el contenido de la caja, Alicia descubrió una carta que le robó el aliento: en ella, Margot le comunicaba a mi tío Tomás que su relación había dado un fruto inesperado: una bella niña que nació en abril de 1947. Al saber que tenía una media hermana, Alicia emprendió una búsqueda incansable. Durante muchos meses intentó localizarla en Alemania, recurriendo a diversos medios, pero la tarea resultó del todo infructuosa. La hija alemana de mi tío Tomás se desvaneció en las brumas de la historia, una parte de la familia que jamás pudimos abrazar.
Con el espíritu resquebrajado por la magnitud de sus experiencias y la tristeza de una relación amorosa que, sin él saberlo entonces, había sembrado una vida, mi tío Tomás concluyó su misión en Berlín.
A principios de octubre de 1946, dieciséis meses después de su llegada, se subió al primer tren que pudo con destino a París. Allí lo esperaban dos grandes amigos: Octavio Paz y Elena Garro, quienes ya llevaban un año viviendo en la Ciudad Luz. El futuro Premio Nobel de Literatura había sido designado por la Secretaría de Relaciones Exteriores como tercer secretario de la Legación de México en Francia, el puesto más bajo del escalafón del servicio exterior.
Antes de París, Octavio Paz había pasado dos años en Estados Unidos, gracias a una beca de dos mil dólares mensuales de la Fundación John Simon Guggenheim de Nueva York. Su proyecto, "A study of the poetic expression of the concept of America", lo había llevado en noviembre de 1943 con su esposa Elena Garro y su hija Helena a la Universidad de Berkeley, un lugar que él consideraba idóneo para su investigación. Sin embargo, el costo de vida, especialmente el de la vivienda, se había disparado a causa de la Segunda Guerra Mundial. La beca, que en otras circunstancias habría sido generosa, resultaba insuficiente para mantener a su familia. Tan apretada era su situación económica que mi tío Tomás, en varias ocasiones, le envió dinero, sin saber que, quizás, parte de ese dinero cruzaba fronteras para ayudar a sostener el legado literario que un día sería celebrado por el mundo.
Después de las cicatrices de la guerra, mi tío Tomás encontró un verdadero oasis en París. Durante un mes y medio, convivió con Octavio Paz y Elena Garro en su departamento del número 199 del bulevar Victor Hugo. Esos días, me contaba, fueron inolvidables. No solo porque le permitieron distanciarse de los horrores que había presenciado, sino por la suerte de sumergirse de lleno en la vibrante cultura francesa de la época.
Allí, pudo conocer, ya fuera en persona o a través de sus obras, a los grandes nombres que movían los hilos de la intelectualidad parisina. Recuerdo que mencionaba a los pilares del surrealismo: André Breton, Louis Aragon, Benjamin Péret y Paul Éluard. También le impresionaron pensadores con visiones tan opuestas como el católico François Mauriac y el sarcástico André Malraux, o el lúcido sociólogo Raymond Aron y el combativo escritor y activista político David Rousset. Y, por supuesto, no podía faltar el encuentro con los pontífices del existencialismo: Jean-Paul Sartre y Albert Camus.
Además, mi tío tuvo la fortuna de conocer a dos grandes amigos de Paz: el filósofo Kostas Papaioannou, un profundo estudioso de Hegel y Karl Marx, y Cornelius Castoriadis, el psicoanalista greco-francés que fundó el grupo político "Socialismo o Barbarie" en los años cuarenta. Aquellos encuentros deben haber sido una bocanada de aire fresco para él, un respiro cultural en medio de su alma aún convaleciente.
Después de ese tiempo intenso con Paz y Elena en París, de recorrer la ciudad de cabo a rabo –aunque, según el propio Paz, a mi tío no le gustó mucho–, Tomás tomó una decisión. Una noche, a finales de octubre, mientras cenaban en Le Procope, uno de los restaurantes más emblemáticos de París, fundado en 1686, les comunicó que regresaba a México. Les agradeció, de corazón, el haberlo acogido y alojado en su departamento.
Dos días después de aquella agradable velada, el 27 de octubre de 1946, mi tío se trasladó a Inglaterra con un solo propósito: embarcarse en el S.S. Aquitania, ese impresionante transatlántico apodado "Beautiful Ship", que lo llevaría de vuelta a Estados Unidos. Una semana después de que el barco zarpara, el 2 de noviembre de 1946, Tomás desembarcó en el puerto de Nueva York.
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